En la recámara

Silencio…

images_wonke_opinion_alberto-nunez_alberto-nunez-seoane-foto-portadaEl silencio, es la llave. La llave que puede abrir mil y una puertas, tan diversas como diferentes pueden ser ellos, los silencios. Lo que, de verdad, importa es querer sentirlos, luego… luego hay que aprender a habitarlos.

La montaña es tierra de silencios. El sotavento de sus laderas da cobijo a una, tan variada gama de ellos, que resulta difícil encontrar otro entorno natural capaz de igualarla. Sólo la mar y la selva ecuatorial pueden llegar a alcanzar, de muy distintos modos y sentires, la intensa multiplicidad que la montaña nos ofrece.

A uno de esos silencios, entre los muchos, sólo se puede llegar cuando cazas el monte. La diversidad de sensaciones, el resurgir de olvidados atavismos, la capacidad de percibir sentimientos, de acariciar deseos, de alcanzar metas… todo fluye, parejo, uniforme e intenso, cuando cazamos la montaña.

El prólogo es de ajetreo, posibilidades imaginadas, anhelos e ilusiones. Luego, envueltos en nosotros, apoyados en el rifle y sujetos por las botas, comienzan a desgranarse los versos de un poema que sólo se puede escribir peñas arriba, en la soledad de una montaña cualquiera.

Hay que estar en el esfuerzo para entrar en el silencio. A modo de meditación, previa e imprescindible, el empeño que hemos de poner para ir venciendo las debilidades que nos determinan, nos permite traspasar el umbral que separa el entorno exterior de los adentros que marcan nuestro carácter y determinan nuestra actitud en la vida. Esos rincones de nuestro ser, que todos guardamos y tan poco a menudo visitamos, nos van abriendo sus intimidades, tan nuestras, tan olvidadas a veces, tan esperadas… mientras luchamos por seguir subiendo.

En el tablero que va dibujando el lance, se entremezclan, en un azar que se antoja imposible, sensaciones tan diversas como rico y pleno, por variado y profundo, es el estado de ánimo que sentimos: el recuerdo de un viejo amigo, una ráfaga de viento cambiante, los ojos de una mujer que en algún tiempo amamos, el próximo risco, imponente, que hemos de salvar, la caricia de alguien que se fue, el sudor que nos empapa y se cuela entre las cejas para terminar por enturbiarnos la visión, ese viaje mil veces pensado que sigue esperando, la mano del guía diciéndonos: ¡alto!, su gesto de tensión, sus rodillas flexionadas, para agacharse e invitarnos a imitarle, la marcha detenida… como el aliento y casi el corazón… Tratamos, entonces, de recuperar el aliento, ese que, un par de horas atrás, dejamos olvidado, allá, piedras y sudores abajo…

Ahora debemos correr las cortinas tras las que el silencio nos cubrió. La inercia del mutismo, se resiste a ceder. Consustancial con la caza en esos parajes altivos, su velo se nos adhiere, suave pero consistente, manteniéndonos inmersos en su mundo, particular y personal, porque cada uno de los cazadores que palpamos esta sensación devenida en puro sentir, construimos el propio según los parámetros con los que cada cual deambula por la vida.

Compaginar la esencia silenciosa de la montaña con la pasión desbocada que conlleva el rececho tras la presa que perseguimos, provoca una cascada incontenible de flujo vital. Gran parte de lo que, a continuación, vamos a experimentar, se lo debemos a esta asombrosa y excepcional conjunción de apreciaciones. Algo, inaccesible en cualesquiera otras circunstancias.

Los minutos de incertidumbre, la preparación para el disparo, el cúmulo de recuerdos, situaciones y posibilidades que pasan por nuestra mente en los segundos que preceden a la presión del dedo sobre el gatillo…

Luego, el estruendo, mil veces repetido por el resonar del eco contra los farallones de piedra, rompe, ahora sí, el silencio. La tensión acumulada, la incertidumbre acarreada, la esperanza contenida, la ilusión desbocada… todas, a una, se liberan tras la marcha de la quietud, del sosiego, del silencio…

No es comparable entrar, de nuevo, en el universo de las tres dimensiones, en el que nos solemos desenvolver, a no haber salido de él. Si nunca lo hemos abandonado, careceremos de la perspectiva necesaria para “poder apreciar” con la intensidad necesaria y suficiente. Sin embargo, cuando “regresamos” desde esa quinta dimensión, que sería el Silencio –la cuarta, es el Tiempo-, nuestra capacidad de percepción sensorial y espiritual es muy otra, las facultades cognitivas se agudizan, las posibilidades de apreciación y disfrute, se multiplican y vigorizan, la vida, entonces, fluye con toda su incontenible, densa y lujuriosa energía.

El silencio, sí, es la llave que abre que abre las puertas de un sendero: la soledad… Lo hallaremos en lugares varios, de cada quien depende, uno de ellos, el mío, está en la montaña, sólo cuando la cazo.

 

Por Alberto Núñez Seoane.

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