En la recámara

Ahora que cazo…

¡Ni sé las veces que muero por echarme el rifle al hombro y descargar mis frustraciones todas, contra la ladera, inmisericorde, de la montaña! Ni recuerdo las ocasiones, ¡tantas!, en las que confundí sueño con ilusión, y ambos con la realidad, tratando de abstraerme de la fatiga que hace pesar la vida…

 

 

El verano, me gusta el calor, es para mí, tiempo de pensares calmos. Al son de olas azules, batido, más que mecido, por un levante, más tarifeño que otoñal, más de mi Atlántico que del Mediterráneo de Juan Manuel, las tardes dormían, sudorosas, a la sombra de la resina, con olor a piñón, que resbalaba por las ariscas cortezas de los pinos colgados del sur, perdidos allá, entre Barbate y Trafalgar…

 

¡Ah…!, cómo recuerdo esos pinares de verdes pinochas, esos azules de mar… esa vastedad de pinos, interminable, que andábamos, de ida y vuelta, en las tardes imposibles de aquellos septiembres lejanos… cuando el calor del sol dejaba de aplastarte contra el suelo, cuando el frescor de un crepúsculo, por llegar, nos dejaba respirar… sin sentir el arder en los pulmones.

 

Solíamos ir los tres: Manuel, Luis y yo. Sin perdernos la vista, a la mano, echábamos a caminar batiendo el lentisco y el pino. La tórtola, entonces muy abundante, hoy escasa y siempre esquiva y retadora, dejaba su descanso en la rama y se descolgaba, regateando al viento y, la mayoría de las veces, al plomo de nuestras escopetas… marchaba entonces, libre, rumbo a África, despidiéndonos frustrados, enseñándonos a querer el fracaso… Pero, cuando acertábamos… cuando la paloma caía echa un taco… ¡Amigo!, entonces… entonces se empezaba a escribir la historia, nuestra historia, la misma que comenzó a escribirse hace cientos de miles de años, cuando el hombre empezaba a serlo, cuando los genes cazadores saltaron de nuestros ancestros primigenios, quienes quiera que fuesen, a lo más profundo del ADN que nos hace ser quien y como somos, cuando, en el origen de nuestro tiempo, nos consolidamos como predadores, nuestra irrenunciable esencia, porque lo demás… ¡lo demás es plástico!

 

Cuándo los problemas se me echan encima y no puedo voltearlos, cuando el gris tiñe más fuerte que el azul, cuando lo que escucho son ruidos en lugar de los sonidos del bosque, el ulular del viento en la montaña o la cháchara indescriptible, única y entrañable de la jungla… entonces… ¡sí me siento perdido!, incómodo y, tal vez, débil… muy débil, porque no soy de ese mundo que me quiere suyo, no… no lo soy… ni quiero serlo.

 

Cuando cazo, cuando recojo los visillos que me ‘separan’ de mi mundo y puedo abstraerme de lo que no necesito, recupero, entonces, mis adentros, percibo, aguda, la capacidad de mis sentidos revividos, ansiosos por… cazar. Oído, vista, olfato y tacto parecen reencontrar la sutileza que conocieron cuando mis antepasados dependían de ellos para seguir vivos o, por el contrario, morir…  

 

Ahora, que cazo… cuando cazo, sí me encuentro conmigo, con mis raíces. Tropiezo con mis debilidades, reniego ante lo inalcanzable, caigo ante mi impotencia, grito ante mis fracasos… pero, eso sí, soy y me siento yo, sólo yo… y ella… ¡claro! Ella, porque sin ella, nunca podría sentirme lo completo que me necesito para seguir adelante, para asumir mis impotencias, para reemprender, cada día, un rececho que, a veces, se hace muy duro, demasiado duro. Ella, la caza, siempre en mí.

 

Ahora que cazo, regresan a mi memoria aquellos recuerdos de mi infancia primera, cuando mi papá comenzó a enseñarme a sentir la pasión que hoy me puede.

 

Ahora que cazo, vuelven algunos recuerdos olvidados de amigos escondidos, con los que cacé, con los que, por tanto, viví… aunque ellos ya no estén. Siento renacer, en algún lugar reservado de mis rincones, vivencias que me hicieron ser la persona que soy, experiencias que modelaron mi carácter, sensaciones que me mostraron facetas desconocidas de un mundo conocido.

 

Ahora que cazo, me siento más persona, más y mejor humano, más débil y mucho más humilde. Ahora que cazo, aprendo de los animales que persigo, lo que no aprendí de los hombres que me acogieron: instinto, fortaleza y determinación… ahora que cazo.  

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