Caballos, locura. Sabuesos y orden. Centenares de personas, casi lo mismo de jinetes. Chaquetas rojas las menos y negras las más. Caballos de mucho empaque. Cascos, alguna chistera. Látigos y pocas espuelas. Caballos castaños casi en total. Algún tordo. Alazanes a medias. Valientes y locos todos.
La caza del zorro es como una carga napoleónica; no puedes tener aprecio por tu vida y has de apostar todo tu arsenal a las herraduras de tu montura. Eso sí, siempre y cuando quieras saborear su esencia. En caso de no tener más intenciones que las de ver para que te vean, con utilizar puertas y veredas marcadas, vas listo.
Pero no. Aquí somos lanceros vestidos de british. Aquí somos jinetes de estirpe de los conquistadores más sagaces de la historia del mundo. Si los pelirrojos saltan muros, aquí los morenos no somos menos. Y si hemos de saltarlo por donde no se puede, mucho mejor.
Qué locura… qué velocidad. Qué aguante el de mi caballo. Qué jinetes, qué paisajes. En Inglaterra llueve o te asas en medio segundo. Galopes tendidos sobre praderas verdes y lustrosas, sobre jardines, sobre posíos o sobre lo que nos dé la gana. El zorro te da derecho de pernada, de lo que sea, y hasta orgullosos estaban los dueños de aquellos lares de que se mantuviera esa bendita afición prohibída por unos pocos….
A los efectos legales el zorro no se caza, se va de paseo con perros. Y a los mentideros no se va a beber, sino a tomar un té con una nube de leche. Total, que látigos feroces que hacían obedecer a sabuesos y a observadores. Protocolo exquisito, inapelable e inviolable. Los pelirrojos son tan cuadriculados como una falda escocesa. Llevan cilindros de cuero con vino en su interior para los pequeños descansos. Esta gente a mí me cae bien…
Y al finiquitar la galopada de cinco horas, con dos zorros que dicen que cogieron los perros, tras avistar una corza y un muntjac, nos metimos en el castillo de Walt Disney para escarcharnos una botella de champam por barba y una bandeja de ostras. La comitiva no escatimó en vítores y recibimientos. Los spanish habíamos llegado a mantener viva su tradición y mostramos entereza, bravura y mucha locura. Somos lanceros, carajo, qué os pensáis.
Tras el homenaje, descorchar otra baraja de botellas de burbujas y medio kilo de caviar, advertí que los anfitriones estaban flipando por nuestra absoluta normalidad ante tantísimo lujo, y es que lo que no sabían era que esa normalidad era total y tremenda ignorancia a lo que pensábamos que era un vino blanco espumoso (al que ellos llamaban Moet) y paté de huevas de trucha común (que resulta que procedía de las costas iraníes….)
Tras terminar el festín, limpiarme la boca con una servilleta y apurar la copa de Moet, miré a la comitiva, brindamos en señal de agradecimiento por la estancia y, como despedida, se escuchó: «¿Mañana dónde cazamos…?».
M. J. «Polvorilla”