El rincón de "Polvorilla"

Rencor


A Fray José Gil, que lucha para que no me condene.

Menuda mirada tienes, canalla. Y eres como una brasa ardiendo en una mano, que cuanto más la aprietas más quema, pero no puedes soltarla. Rencor, hasta me chirrían los dientes al mentarte, al sentirte o al oírte. Y te temo porque no me gusta caminar contigo, pero te encuentro tras algún recoveco del campo. Y te encontré y te abracé con todas mis fuerzas esa maldita jornada de invierno.

 

Hay un perro en los camiones con la mirada llena de muerte, de odio y mal encare. Lo vi esta mañana desde el caballo. Siempre el conjunto de canes se crece metido en los camiones cuando me ven. Pero a campo, por separado, ni se arriman porque les puede llover un latigazo de aúpa. Nos cruzamos miradas antes de la suelta. Gesto serio y espeluznante. Pero reconozco que el brío y lozanía de Asesino podían más que el vistazo soez y rastrero de ese chucho. Y me paseé por los camiones, brindando algún estacazo a las chapas, para que esa panda de inconscientes no olvidara nunca quién mandaba allí.

Pero la gallardía no va aparejada a la inconsciencia, por ello mengüé metros y ordené la suelta. Me retiré del barullo para que los perros desfogaran. Muchos de esos canes no me conocen, y sobre todo no conocen a mi jaco. Qué bonito es oír en la sierra un “¡Perros al monte!” y más bonito aún si Asesino lo enmarca con una cabriola. No le pido más a la vida. Día fresco, con sol y lluvia, poco aire. En el campo, mi Extremadura de fondo. Me siento nervioso pero llamé a mi amigo el fraile como siempre hago cuando me inquieto. Por teléfono me dio su bendición sin reconocer ninguno de los dos que teníamos un presentimiento oscuro y feo esa mañana. Qué carajos, serán los nervios.

No hubo percances. Un par de tontos se arrimaron confundiendo a mi caballo con un bicho montuno. Dos latigazos les metieron en cintura. Y si tenéis pelotas lo repetís que cambio el látigo por el acero y no me tiemblan ni las espuelas.

La montería continúa, todo va bien. Qué bonito es montear al compás de un mosquero. Hay una alambrada ganadera y un perrero me espera en la puerta para darme paso. Cruzo, comento la mañana con él. Más perros llegan. Y veo a Nerón, el chato de esta mañana, el de la mirada tenebrosa. Sin hablarnos supe que allí mismo sobrábamos uno de los dos. Ni tiempo a reaccionar. Milésimas de segundo. Y por un momento me sentí esa cochina parida que es capaz de morir para no dejar agarrar a los suyos. No hubo tiempo a más. Se lanzó al caballo. Pude abrirle una brecha en los hocicos como respuesta. Más perros se unieron, ciegos de sangre. Asesino no se fía y se empina de manos intentado defenderse. Tengo la alambrada justo pegada, no te pingues loco, que como te enganches estamos muertos.  Más perreros llegan sin saber que me estaban convirtiendo en víctima. En segundos se monta el Cristo más gordo que he sentido en mis carnes. El látigo no para de estallar sobre las costillas de podencos y alanos. El caballo tiene muelles en vez de espuelas. Y mi pánico era caer sobre esa alambrada en la que me tenían arrinconado.

En mitad de todo aquel infierno -desagradable como pocos- me alegré de haber rezado esa mañana, de haber pedido a mi amigo el fraile que se acordara de todos los que ese día teníamos nuestra jornada de caza. Asesino se levantó de manos por última vez justo pegado a los hilos acerados de los que no habría sido capaz de salir vivo. En una vertical perfecta le tiré de la boca dispuesto a matarme antes de condenarlo a la muerte más terrible de todas, y lo eché sobre mi espalda. Caímos al suelo, solté los pies de los estribos y recibiendo coces y mordiscos pude dejarle las riendas en la perilla para suplicar a los cielos que le diera alas a mi caballo y un rayo partiera en mil pedazos a esos perros locos con Nerón a la cabeza.

Tardé una milésima en levantarme. Corrí dolorido tras esa ladra gritando todas las blasfemias y barbaridades que he aprendido en mi vida. Gracias a Dios todo fue un susto. Asesino pudo escapar. Llegué a él un largo rato después. Le acaricié y fue mayor alegría saber que no tenía ni media marca. Tienes un buen ángel de la guarda, compañero. Subí, porque caerse está permitido pero levantarse es de obligado cumplimiento. Y seguí cazando con la adrenalina por las nubes y el grito a pleno pulmón. 

Por la tarde, ya de retirada, en mitad de una raña vi a Nerón. Venía solitario de refrescarse. Me miró y yo a él. Agarré el látigo hasta hacerme llaga porque no estaba dispuesto a pasar por alto daño similar al ser que más quiero de este planeta. Ya eres mío, cabrón, y todo el rencor que nunca he sentido lo voy a verter sobre ti. Y si puedes con este centauro, gánate la vida, porque la muerte te va a soplar sobre el lomo ahora mismo… Y me lancé con toda la mala la leche del mundo sobre ese perro loco. Mi caballo también. Y le brindé una ración de palos a galope tendido de la que más que dolor, sintió humillación. Y si un perro no sabe apreciar lo bueno de lo malo, que lo cuelguen.  Y si tú, chato traidor, eres la rata aquí está el tío que la mata. 

Yendo a casa, afónico, calado y con no poco frío, me sentí amparado por un avenal verde esperanza. Iba  con mi mejor amigo, el loco que monta a otro loco. Al rato dos perros de rehala se unieron a nuestro tranco sabiendo que iban protegido camino del descanso de la caracola. 

El miedo sólo teme que le temas. En deuda estoy por regalarme tu valor porque arrasas todo lo que envilece al hombre. Gracias, Asesino.

Por M. J. “Polvorilla”               

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