Los últimos de Filipinas

Acomodados a la incompetencia

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Francisco Chan Méndez

Suelo pensar, y me equivoco con seguridad, que en nuestro mundo cinegético las cosas debieran funcionar mejor que en el día a día de nuestra sociedad. No es así, quienes dirigen y definen, desde los despachos, cuales son las pautas que delimitan la buena gestión de la naturaleza no son ni mejores ni peores que los que nos han metido en esta crisis que, más que económica, es social. Son los mismos sacos de privilegios acomodados a la incompetencia que sueñan poder paralizar la rotación de la tierra el día que ellos lo piden libre por ‘asuntos propios’.
Los descendientes físicos e intelectuales de esta privilegiada casta, opresora de todos y cada uno de los ciudadanos, han aprendido a vivir de la subvención, y han llenado de ‘bonos basura’ la gestión del medio ambiente.
Toda la actual gestión de la naturaleza en España se cimenta en valores tan débiles, que es imposible que la pirámide no se derrumbe como si de una burbuja económica se tratase.
Me mueve el comentario de un amigo asturiano que, al ponerme a redactar este alegato, me hace saber las advertencias que, a la chita callando, le hacen sus vecinos. Muchos de los lugareños del Principado ven como el humo está inundando sus montañas como nunca había pasado. También muchos de mis vecinos gallegos ven como Ourense o las ‘Fragas do Eume’ arden por los cuatro costados en esta atípica primavera. Curiosamente, coinciden en sus opiniones tanto los lugareños asturianos como los aldeanos en Galicia: no es casualidad que existan tantos incendios intencionados en la primavera más seca del siglo. El cóctel está servido. El abandono del campo; las aldeas ya solo están habitadas por ancianos. La maleza lo inunda todo. Las paupérrimas rentas rurales ponen a sus moradores al borde de la indigencia, y el descontrol del crecimiento de las especies de mayor, e incluso su promoción por parte de la Administración en casos como los del lobo, ha llevado a los ganaderos al límite.
Todo tiene relación y todo se explica más allá de las anodinas estadísticas de las muchas detenciones y de las pocas condenas de pirómanos que las fiscalías medioambientales de turno nos presentan.
Esa gente mayor, cuyos predios linderos se llenan de broza y leña, sufren temiendo que el fuego se lleve sus modestas casas. Esa broza sirve asimismo para que los encames del jabalí no disten más que unos pocos metros del huerto que, como complemento a la pensión, tienen esos ancianos. Es esa misma selva la que sirve para que se guarezcan las lobadas y puedan vigilar los rebaños desde las lindes. ¿Qué esperamos que hagan nuestros ancianos del rural? ¿Qué pretende esta sociedad urbanita ignorante? Nuestros viejos, últimos pobladores de un rural digno que se extingue, venden cara la defensa de su modo de vida. Ellos ya no atesoran fuerzas para desbrozar sus fincas o las de las heredades de sus vecinos que ahora viven en la ciudad. Ellos, mi amada gente,  empujados por el miedo, la vejez, la soledad y por el dolor físico y del alma, defienden su vida y su memoria, su pequeño huerto y también sus rebaños con algo que el tiempo no les ha quitado: el ancestral dominio del fuego. Es el fuego algo que los imberbes urbanitas ya no conocen desde hace dos generaciones. Muchos de esos ancianos realmente son, en ocasiones, pobres y solitarias viudas abandonadas del tiempo y de los tiempos. Se sienten obligadas a protegerse con algo para lo que sus menguadas fuerzas no son precisas. El fuego. Pobres, yo los perdono, pero no perdono a la sociedad urbana, ni tampoco a mí mismo. Nosotros hemos abandonado a nuestros ancianos del rural. Ellos, como unos auténticos ‘últimos de Filipinas’ se resguardan cuando ven ya cercano el fin de su cultura ancestral, usando la única munición que les queda y saben manejar, el fuego.
Nadie repara en esto. O quizás sí, pero preferimos mirar para otro lado porque no soportamos el dedo acusador sobre nuestras conciencias, porque detrás de muchos de los incendios provocados se encuentra un último grito desesperado que quiere decirnos: Mírame, soy yo, tu abuelo, el abuelo de todos vosotros. Soy el postrero de una estirpe de gentes aferradas a la cultura del campo y ambos estamos muriendo juntos, devorados por nuestra última llama que nos destruye y purifica a un tiempo. En adelante ya nada será igual.

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