Escopeta negra

Pero… ¿esto qué es?


Publicado en Club de Caza el 24 de octubre de 2009, pero, por desgracia, de rabiosa actualidad.

No es mi intención, lo juro solemnemente, meter los dedos en la llaga, pero después de leer unas cuantas noticias, seguidas y demasiado actuales, sobre el tema, creo que se impone una profunda reflexión y unas tremendas ganas de… ¿de qué? ¿De buscar y encontrar una solución? ¿De volver a repetir, inútilmente, por enésima vez lo mismo? ¿De colgar de una vez por todas los archiperres y decir: “Anda y que les, nos, vayan dando”…?

 

El asunto al que hago referencia es el de las muertes, inútiles, vanas, estériles, injustificables, previsibles, evitables… que se están produciendo por arma de fuego, en la práctica de nuestra afición, de forma constante, como un lacerante goteo que, por momentos, duele.
Ya sé que algunos estarán pensando lo de siempre, que en todos los sitios cuecen habas, que son gajes del oficio, que algunos no estaban en el sitio adecuado en el momento oportuno… o todo lo que se les ocurra. Pero, ¡no! Me niego, en rotundo y en redondo a justificar, absolutamente y por encima de todo, cualquier situación, conducta o acto que acabe de forma tan dura, tan cruel y, si me apuran, ignominiosa, con la vida de otra persona.
Sin ir más lejos, aún está fresca la muerte de una criatura de dieciséis años, en Tenerife (hace cuatro años), cuando paseaba con su padre por una zona de matorral, bajo para más inri, por un disparo de escopeta que iba dirigido ¡a un conejo! Lo siento, de veras, por el autor del disparo, en el pecado lleva su penitencia, pero, en el siglo XXI… ¿aún queda alguien capaz de apretar el gatillo de un arma sin estar viendo, asegurando, cerciorándose hasta el hartazgo, hacia dónde va dirigido su disparo? Si no fuera porque la cruda realidad supera, casi siempre, a la ficción, me costaría, mucho, creerlo.
Hay más casos, recientes juicios y sentencias que ponen los pelos como escarpias y siempre por lo mismo. ¿Dónde se esconde la racionalidad que se nos supone ante un acto semejante? Insisto, como decía al principio, que no es cuestión de hacer leña del árbol caído, pero tengo la sensación, la casi desesperación, de que no aprendemos, en general, ni por esas. Ni la propia crudeza y el tremendo mazazo de la muerte consiguen parar, año tras año, algo tan inútil como evitable.
Hace tiempo que llevo, de una forma tan estéril como inútil, predicando, por estás páginas de Dios de la Internet, en las que suelo dejar mis sensaciones en forma de opinión, la necesidad de un código deontológico de obligado acatamiento –lo del obligado cumplimiento también daría para muchas páginas−, en el que, de una vez por todas, queden reflejados unos principios, unas normas, unas actuaciones que nos lleven, entre otras cosas, a dar otra imagen ante la sociedad, de la que tanto nos quejamos que no nos comprende, y, de paso, a intentar evitar tanto desaguisado que, por puñetera desgracia, siempre nos pilla en medio. Estamos demasiado acostumbrados a construir la casa por el tejado. Grandilocuentes y efectistas decisiones sobre medio ambiente, sobre gestión, sobre leyes y licencias únicas y otros cientos de cosas que, por supuestísimo, son necesarias e imprescindibles; pero la cruda realidad nos demuestra, a tenazón, que todavía se nos va el dedo cuando jarea una retama o un chaparro. ¿Por qué no empezamos haciendo una buena zanja, a pico y pala, y plantamos unos buenos cimientos? ¿Por qué no nos comprometemos, firmamos −cuando vayamos a recoger nuestras licencias de armas o nuestros permisos o nuestras tarjetas a nuestras sociedades− un papelito en el que estén escritos, de forma muy concisa y muy clara, los comportamientos, las actuaciones, la forma de ser y estar en el campo cuando en las manos llevamos un arma de fuego? Un arma que si, aunque sea por puta casualidad, se enfila en la dirección equivocada, acaba con la vida de una cría de dieciséis años…
Siento, y no me canso de decirlo, que todos tengamos que entrar en el mismo saco. Por desgracia, y desde que el mundo es mundo, la actitud de unos cuantos ha marcado al colectivo. La antigua Roma, que nos ha legado conceptos tan actuales para la caza como el de res nulius (cosa de nadie), tuvo que soportar la degradación de la actividad cinegética −que generó grandes cazadores de la talla de Publio Cornelio Escipión Africano y Numantino− por culpa de unos cuantos indolentes que se dedicaron a ‘cazar’ desde las ventanas de sus villas, abatiendo incluso a sus esclavos.
Lo siento, pero no hay vuelta de hoja. O nos planteamos ser lo que de verdad decimos que somos –evitando grandilocuencias y castillos en el aire− o la realidad nos pondrá, nos pone, a cada uno en su sitio. Y juro por lo más sagrado que ése será mi planteamiento la próxima vez que apriete el gatillo. La vida de una cría de dieciséis años bien merece el intento. Y el que no se lo plantee… que vaya pensando en cortarse el dedo.

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