Campeando Relatos

‘El navajero prudente’, por Ernesto Navarrete

Es el primer día de la temporada donde de verdad hace frío frío, el camino desde mi casa a la finca que monteamos lo hicimos con la leña encendida del coche y sin embargo el campo no ha recogido escarcha, ¡será por la baja humedad!, pienso. El pegote de hoy lo hacemos casi entre familia y por invitación y es por eso que la junta se convoca cómoda y el desayuno invita a la charla animada y sosegada sabiendo que, al rato, sin prisas, vendrá lo bueno. El día luce un sol veraniego pero la temperatura se hace de rogar y el mercurio sube de poco en poco. A mí este maridaje me gusta mucho porque te permite disfrutar de una luz casi estival a la vez que el frío te invita a abrigarte bien y es la cara y las manos las que escriben estos momentos que, por cierto, sólo los da la caza.

La suerte nos depara un cierre próximo al río pero que no llega a ribero, el coche culebrea por la dehesa y observo como la bellota ya creció y las encinas dispensan de a modo el alimento de reses y cochinos. Gordas como bujías el coche las pisotea a su paso en un chasquido similar al de las gotas de agua en una sartén y que a mí me suena a insulto, tal es mi devoción por las encinas. El uno, luego el dos y luego el tres y así hasta encontrarnos con nuestra postura, el seis. Es un puesto de cortadero generoso que aprovecha el carril, se salpica de pocas encinas adultas de por medio, pero carece de jaras de forma que el tiradero se hace cómodo y sólo tengo el pasto aún sin sombra de hierba nueva y tres o cuatro de estas encinas frondosas. Casi plano de pendientes y sin ver a los vecinos te sientes cómodo. Los límites con el monte se hacen pausados por delante y por detrás permitiendo un segundo tiro si fuera el caso. Un puesto tranquilo diría yo.

Antes de la suelta ya se han oído algunos disparos, aunque lejos, las reses y los cochinos barruntan la trampa y en esos momentos cazamos sólo de oído. El sol sigue liderando el cielo y ello nos permite calentarnos por dentro de la ropa ya que por fuera el frío sigue dominando al temple. Empezamos a oír carreras por delante nuestra, pero sin poder llegar a ver nada, con el rifle en las manos y la culata apoyada en el muslo describo con la punta del arma la carrera que el sonido me enseña, son cochinos por su carrera entrecorta y tranco estrecho, se paran a ratos, se están jugando la vida.

Intuyo que se han vaciado por mi izquierda y de esta forma me enseñan las carreras que voy a tener en este día. No romperán al cortadero y faldearán la linde del acero sin romper al rifle a no ser que la fuerza de perros les obligue.

Se hace nuevamente el silencio y las miradas cómplices de mi hijo y yo, sin hablar, reflejan la desilusión de un lance perdido. No pasó media hora cuando nuevamente, pero esta vez de izquierdas a derechas volvemos a sentir el paso prudente de un nuevo visitante. Está también por delante nuestro y notamos ya claramente sus pasos medidos, despacio, pasos cortos. Sé que está con sus orejonas alertas y sólo me falta oírle los vientos. Está ahí, pero no le veo ¡Pasa por delante nuestra y al rato vuelve a pasar por sus mismos pasos, pero en sentido inverso! Nosotros estamos a medio aire así que no nos cogerá, pero lo limpio del cortadero y el sonar de los perros aún lejos no son obligaciones serias para asomarse a lo claro. Nosotros no movemos una pestaña y sólo con los dedos de la mano, pero sin moverlas, nos indicamos la dirección del marrano. Le toca tirar a mi hijo y le veo mucho más tranquilo que yo.

Nuevamente el silencio y también nuestro sosiego. Parece que se fue y eso lo manifestamos moviendo nuestras piernas que estaban como atrancadas por la inminencia del lance, vuelve la respiración tranquila, por la nariz y no por la boca, llegando nuevamente el desaliento por otro lance fallido.

Las voces de los podenqueros y la llegada de los primeros perros reabren nuestras esperanzas y las carreras de ahora resuenan muy cerca, las chillas son claras, pero no apuntan a nuestro encuentro, sé que la caza está ahí, delante nuestra. Entre el tarameo de los perros percibo que hay otro que no es de can, es corto, intermitente y con muchas paradas, alerto a mi hijo, que también estaba ya en ello e iniciamos nuevamente la liturgia del preparo de un lance. Yo detrás de él y él con el arma en prevenga, estimo que lo tendremos como a veinte o treinta pasos por delante nuestra pero no alcanzamos a verlo. El perrero, que lleva la mano baja, se está acercando por nuestra derecha batiendo y animando a sus perros, yo pienso que van a ser ellos los que aprieten al marrano cuando den con él y rezo a mi Virgen de la Cabeza para que la carrera bascule a nuestra portilla. Sigo sintiendo al marrano con alguna carrera corta y en zigzag, creo que sigue prácticamente en el mismo sitio e intuyo que estará en un apretón de monte donde se siente más abrigado. Un maneto adelantado inicia una chilla muy rápida y algo alejado de donde tengo mis sentidos arrastrando a media recova y alejándose de nosotros, el perrero azuza a los canes y nuevamente desconsolados, observamos cómo la caza se aleja de nuestra portilla. El podenquero brama y brama dejando al silencio que empape nuestro desconsuelo.

Pasó el podenquero por delante nuestra, ya sin perros, nos saludamos y nos deseamos suerte mutuamente, en mi aliento habitaba un rencor maledicente que indicaba rabia en no haber batido la caza hacia nosotros, pero esto, precisamente esto, es la montería. De nuevo el silencio y también de nuevo el sentimiento de que ahora el tiempo corría en contra de nosotros. Nos relajamos otra vez y nuestros sentidos esperaban ahora alguna carrera a perro pasado, pero no fue así. Resulta que la mano baja de nuestra recova estaba adelantada y había perdido la mano, ahora un poco más alejado una nueva recova batía la mancha. Resurgen las esperanzas y nuevas chillas alegran nuestro ánimo, al rato nuevamente sentimos el charabasqueo del marrano, de nuevo las mismas carreras cortas, las mismas dudas y otra vez en el mismo sitio. Es él le dije a mi hijo. Otra vez tocando su espalda y de nuevo el arma sin seguro, Otra vez la respiración acelerada y nuevamente cazando de oído.

La recova pasa nuestra vertical que es cuando sus voces cambian de tono y el desaliento parece que vuelve a asomarse a nuestro ánimo, han pasado los perros por donde creemos está la defensa del marrano y no se han aireado. En esos pensamientos estaba cuando una ladra corta, eléctrica, despierta nuestras orejas. Se repite y la ladra ya es pidiendo ayuda, sentimos la carrera y otros perros chillan al compañero, en un segundo el monte hierve y las carreras de los perros y las del marrano se confunden en cientos. ¡Es el lance!

Tras unos segundos de ladras al hueco la carrera toma cuerpo, el podenquero, ya pasado, anima desde su lejanía a esos perros valientes y el ruido toma cuerpo y dirección… ¡y es hacia nosotros!

Mi hijo se prepara y el arma reposa ya sobre su hombro, pero sin coger aún puntería, ¡esperamos, esperamos! La música de la carrera es ya una orquesta y el romper monte la melodía que a todo montero le hace levitar! Le vi en un trasluzón de monte y me permitió avisar a mi compañero… ¡por la derecha Ernesto!

Apareció regateando matones de jara y giró en su carrera para atrochar el acero por su distancia más corta, entró en plaza y ya todo era lance. Vi como metió la cara el cazador, vi como siguió al marrano con la óptica y vi como corrió la mano. Sonó el disparo y pude ver como el marrano prudente se aplastaba al suelo seguido de una voltereta dolorosa.

Había estado media montería por delante nuestra barruntando el mal día y esperando la lucha de su instinto contra el nuestro. Venció a una primera recova, pero la mala suerte ante un podenco maneto le hizo dejar la vida firmando un lance montero clásico.

Un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer

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