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‘La mirada del alano’, por Ernesto Navarrete

Inició la suelta de los perros abriendo los pestillos del remolque y gateó por la umbría de Las Inviernas. Veintitrés perros llevaba, es una recova equilibrada con perros de latido fácil y de sangre predominantemente podenca que se completaba con naveños cruzados de talla alta y con refuerzo de agarre de dos alanos firmes como alcornoques. Poco a poco ascendió el acero que deslindaba la mancha y a media falda esperaba que, recuperando fuelle, el Capitán de Monte le ordenase el comienzo de la batida.

No presentía un buen día el podenquero, sería por la noche toledana que había pasado al tener que dormir en la perrera como consecuencia de la tardía recogida de ayer donde Cicuta, una galga sedosa y blanquinegra, se perdió entre los riberos de La Mostaza dando con el remolque pasadas las once de la noche, o quizá sería por la preocupación de la evolución de Pirata, un cruzado de alano y mastín, pero con más carga de sangre guerrera que lleva dos semanas luchando con la muerte tras una paliza con un verraco no muy grande, pero sí con mucha mala leche, que le pinchó en los vacíos del vientre y, aun cosido por dentro, no sale adelante barruntando el amo que tiene la muerte escondida entre sus tripas.

El caso es que Las Inviernas es una umbría recogida y sombría que corona en su cresta con una hilera de canchales que cortan el monte en dos, deslizándose la mancha desde esa cresta hacia los Riberos del Lobo, donde las escopetas se esconden aguardando el lance. Es una mancha oscura y apretada, larga pero muy estrecha, tanto que a veces sólo se bate con una sola rehala, quedando el podenquero huérfano de ayuda en caso de alguna dificultad. Debido a lo apretado del monte Las Inviernas no recoge reses y son los cochinos los que campean a voluntad por entre medio de esa madroñera con monte de cabeza, disponiendo a lo largo de la umbría de hoyuelas, unas tras otras, que descolgándose hasta el ribero crean el paraíso deseado de todo verraco que se precie. El podenquero, como digo, iba pensativo y algo encogido, conocedor del bestiario que habita esas sombras y preocupado porque esta vez batiría sólo con la exclusiva compañía de sus perros. Sonó por el pinganillo de la emisora la orden del inicio de la batida y ahora sí el podenquero aparcó su zozobra comenzando a piropear a sus perros al tiempo que se sumergía en semejante espesal donde en dos pasos el monte se lo tragó.

En la primera rehoya los canes no dieron con la caza y aun así el podenquero disfrutaba viendo como la recova, abierta en abanico, peinaba la mancha. Barranco, un naveño puro puro, de tanto cruce urraco, subía y bajaba repetidamente dándole vueltas a las madroñas sabiendo que hoy la batalla sería contra los marranos. Más pegado a los canchos y casi en la cicatriz que la piedra hace con la tierra, Paloma, una podenca fina y esbelta de talla media y capa blanca sin manchas recorre la vereda que las bestias han marcado faldeando los canchos por su base en busca de los pasiles que permitan trasponer la umbría. Por la mano baja los urracos Lince, Corina y Arquero barren sin latir las bajeras de los riberos donde el podenquero sabe se ubican las escopetas. No sale nada, como digo de la primera rehoya y el amo de la recova en su avance traspuso a la siguiente. Como hace siempre al asomarse a una nueva canal, busca un altillo para poder divisar la costana de por frente y disfrutar de la caza de sus perros. En esta ocasión se alzó en dos pasos a un cancho pequeño conformado por tres lascas verticales y alibradas voceando al vacío azuzando a sus canes. Desde su efímera atalaya el podenquero divisaba bien la nueva rehoya. A su izquierda se alzaba ascendiendo la tenebrosa umbría que chocaba con la cresta agreste de los canchos que no disponía de portillos por donde vaciarse la caza. A su derecha y descendiente el monte de madroñas, carrasca y jara se espesaba de tal forma que se concentraba en tres regatones que mansamente morían en los riberos del barranco de La Víbora donde aguardaría el lance.

No había latido aún ninguno de los punteros, pero el amo supo antes que nadie que la recova había dado con la caza. Fue un hipido débil y aislado de Cuca, una podenca rubia y flaca como un dolor que había cogido los vientos de las bestias. En un santiamén la rehala en su conjunto se alió, orientándose todos a una tanto los de la mano baja como los de arriba. El podenquero, callado, disfrutaba de la caza observando como sus perros dibujaban sobre la umbría un ramillete de flechas blancas que se dirigían, sin latir, a la mismita base de los canchos.

Latió Cuca nuevamente y ya era ladra de encuentro. En seguida rompieron a latir los compañeros y el amo inició el vocerío azuzando la recova. Llegaron a la base del canchal Centella, Duque, Arquero y Relojero juntándose con la Cuca que envalentonada por la compañía latía frente a la boca de un zarzal que escondía en sus adentros algo más que la unión de la umbría con el cancho.

Al amo no le gustó mucho la situación, conocía ese zarzal y sabía que era largo y ancho, siendo lo peor que no tenía salida por los canchos de arriba y por tanto el marrano tendría que salir por frente o a lo más por algunas de las toberas laterales pero que éstas se alejaban bastante del frente ya que como dije el zarzal es ancho, pero sobre todo muy largo. Aguardaba el perrero las consecuencias del asedio de sus perros que entraban y salían del zarzal haciéndolo temblar como un castillo de aire cada vez que sus perros de agarre se internaban por esos túneles negros como boca de lobo. Mientras, el resto de la recova latía y latía a parada inundando a toda la umbría del sonido de la montería. Los perros entraban siempre de frente ya que al otro lado del zarzal no había manera de salir debido a la verticalidad de las paredes del canchal. El perrero voceaba y voceaba intentando sacar a la bestia de semejante trampa mientras analizaba y estudiaba cómo iba a desarrollarse el agarre. En esas estaba cuando ahí dentro se formó un alboroto distinto comenzando a temblar el zarzal en todas direcciones y produciéndose carreras alocadas, pero todo dentro del zarzal y sin poder ver nada nítido. Los perros se excitaron más si cabe entrando y saliendo del espesal y atronando la umbría con carreras, hipidos y chilla.

—¡Una partida de cochinas tengo dentro! –Pensó el podenquero, mientras azuzaba a su recova a la que ya no veía por encontrase todos dentro de semejante “lavadora”.

En un momento el amo vio como por detrás del zarzal un buen cochino intentaba gatear por el cancho buscando una salida imposible. Clavaba sus pezuñas en la piedra, pero, ésta era tan vertical que resbalaba y el animal volvía nuevamente al zarzal notándose las carreras por dentro. Cuca había salido sabiendo que esa batalla no era para ella y esperaba latiendo y elevando su blanco y entero rabo al cielo en esta plena fiesta montera. Centella culebreaba por dentro mordiendo los ijares de los cochinos cuando podía y que poco a poco lograba irlos juntando en el interior del zarzal haciendo las bestias una defensa grupal, tal era el bestiario que escondía tamaña zarza. Cuco, un bodeguero pequeño como un gato, pero que tiene por boca unos alicates de acero, mordía no se sabe qué mientras que Duque se batía los lomos con algún macareno que embestía por oleadas haciendo temblar el suelo. A no más de quince metros y en medio de la batalla principal las cochinas castañeaban sus quijadas dándole a la escena nuevos sonidos metálicos y tétricos al igual que dividían la fuerza de perros haciendo más endeble la lucha contra el macareno.

Nuevamente el verraco intenta gatear por la trasera del zarzal consiguiendo esta vez ascender a una repisa y separarse unos palmos de la zarza. Por debajo de él Centella y Duque, un alano hecho a golpes de batalla, intentan acosarle, pero también ellos no encuentran firme en el cancho y sus dentelladas encuentran nada. El perrero que está viendo al verraco enriscado vocea animando a sus gladiadores a sabiendas que se está esbozando un cuadro que no le gusta nada. Mientras, a su izquierda, el resto de la rehala asedia en el interior del zarzal a la piara que hace defensa en grupo hasta que Furia, el segundo alano de la recova que ha dejado a Centella y a Duque al ver que el verraco había gateado por el canchal, se abalanza sobre la piara y ésta sale en estampida, esta vez sí vaciándose por derecho del zarzal y arrastrando a la rehala entera que inicia una chilla que traspone faldeando a la rehoya primera.

La escena es la que no quería el podenquero. Se encuentra ahora con un verraco aculado en el interior de un zarzal impenetrable y sólo con Centella y con Duque. Llevaba ya tiempo con el cuchillo en la mano y tenía zaleada cara y brazos en sus intentos por adentrarse en el espesal espinoso en defensa de sus perros y encima se le ha vaciado la rehala no disponiendo por tanto de mayor fuerza de agarre. El silencio había dominado ahora la umbría y el cansancio de la batalla permitía que sólo se escucharan las embestidas que el marrano lanzaba contra los dos canes. El perrero callaba para no delatar mucho más su presencia, cuchillo en mano y ya completamente dentro del zarzal. Le había visto bien los colmillos a la bestia y agachado en el túnel de la zarza sabía que se exponía a una avería seria.

Centella y Duque son dos perros que llevan años cazando juntos y saben doblarse bien. Se relevan en el acoso y mientras Centella, más ágil, intentaba enganchar por detrás, Duque medía el ataque atisbando la manera de agarrarle de una vez la jeta y así permitir que el amo clavara la blanca muerte a la bestia por detrás de la paletilla. Lo han hecho tantas veces que más parece un ballet que un agarre, pero en esta ocasión y dentro de tamaño espesal, el amo no estaba.

En uno de los intentos por enganchar al cochino Centella vio aparecer al amo por el tubo del zarzal, venía agachado, sudoroso y zaherido de tanta púa, llevaba el cuchillo en su mano derecha y entró en silencio. Duque cruzó la vista con el amo también, ambos estaban zaleados por tanta pelea, Duque tenía el labio abierto de una dentellada, pero no sangraba, le colgaba el labio y estaba todo él recubierto de zarzalillos que a modo de alambre de espinos le daba una imagen terrible de fiereza y fortaleza. El podenquero sudoroso y arañado en cara y brazos sostenía la muerte en su mano enguantada. Centella envalentonado por la presencia del amo se lanzó por fin a los ijares y la bestia al sentir las tenazas del naveño dio un arreón arrastrándole y arrollando al perrero, momento que aprovechó Duque para engatillar la jeta del cochino. Salieron los cuatros rodando del zarzal. El perrero llevaba un corte profundo en la ceja motivado por un espinón de la base de la zarza que al rodar sobre él se le clavó en la frente y arrastrándose le cortó la misma hasta la parte superior de la ceja donde se le quedó clavado. La nariz y los labios sangraban también de tanto espino. Centella y Duque, que no soltaron, tuvieron por un momento inmovilizado al marrano, momento que aprovechó el perrero para hendirle el acero con tanto odio como rabia entregando la bestia por fin su último aliento y notando el podenquero como el cuerpo se le desinflaba escapándosele la vida por entre sus dedos protegidos.

El amo, agotado, mantenía aún su mano derecha empuñando el acero hendido en la bestia y sin querer soltarlo. Con la mano izquierda se quitaba los espinos de su cara. Duque por el contrario había soltado la jeta del marrano y aculado por el esfuerzo, con la boca ensangrentada y su labio colgando miraba al amo. Ambos se cruzaron las miradas y se lo dijeron todo en ese instante. Dicen los perreros antiguos que la mirada de un alano es la que más se parece a la mirada de un hombre. No hay un perro que mire igual. En esa mirada y en ese instante Duque reconocía agradecido la ayuda de su amo y el perrero, en ese momento y con esa intensidad, entendía nuevamente porqué es podenquero.

Un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer

 

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