Desde el pulpitillo

El “Homo ZPliensis” y parte de sus consecuencias

Con la indignación todavía caliente por los incendios de Valencia en los que mi hijo (jefe de autobomba de la Unidad Militar de Emergencias) se ha jugado la vida, junto a otros muchos compañeros para defender la vida y los intereses de muchos ciudadanos de una comunidad autónoma que ardió por los cuatro costados -como consecuencia de la irresponsabilidad de algún hijo de puta y la incompetencia de muchos políticos, que antes de ocupar el cargo público ya habían nombrado diez asesores con cargo al público erario-, me enfrento al teclado para analizar una vez más el tema de los incendios forestales provocados por asesores que asesoran a gente que no tiene ni puta idea de lo que tiene que hacer en el despacho que le han regalado, y que no tienen ningún miedo de perder la paga extra de Navidad porque todos los meses tienen varias pagas extras.

 

En la época pretérita que duró solo siete años pero que dejó España como si hubiéramos sufrido una glaciación, floreció como especie el Homo ZPliensis, espécimen dedicado a menudear cerca de los politiquillos de menor perfil pero amplios asideros, que acudían a cualquier acto donde bendecir al Gobierno, vociferaban como posesos contra cualquier oposición decente y defendían con sus votos y los de sus extensas familias el puesto de los que les habían prometido despacho propio.  Este tipo de individuo ya lo describió magníficamente Miguel de Cervantes en su magna obra El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha. Ya entonces el Príncipe de los Ingenios refirió como una premonición al “Homo ZPliensis”, al describir cómo un pobre hombre sin cultura, sin noción de los métodos de Gobierno, sin más letras que las que las zarzas dejaban en sus piernas y más conocimiento que el necesario para llevarse la cuchara a la boca, se veía nombrado Gobernador de la ínsula Barataria.

¡Cuántas ínsulas Baratarias ha tenido España en la época ZPeliense! Y cuantos gobernadores con igual nivel que Sancho Panza y menos filosofía de la vida siguen al frente de sus despachos, dictando leyes, promulgando órdenes y desatendiendo funciones que tienen, para ejecutar otras que no tienen; pero da igual, porque nadie les impide seguir con sus desmanes.

En esta época se llenaron las calles y las casas de subvencionados con el dinero de todos los españoles, que exigían que el monte fuera virgen de todo uso forestal o cinegético. Se persiguió con saña a pastores que recogían manzanilla o a paisanos que acudían a los espacios protegidos a coger un puñado de níscalos. Se hizo abandonar el campo por aburrimiento a los que más sabían de él. Se impidió el aprovechamiento ganadero, y se vociferó contra todo el que aprovechaba lo que el monte aportaba a nuestras vidas en épocas pretéritas y se dejó, por consejo de los asesores, crecer el pasto y cerrar el matorral, hasta impedir el paso de todo ser viviente como en el cuento de Cenicienta.

Pero la naturaleza, que es irracional y desobediente con los politiquillos y con los jurichaqueteros, impone una norma no escrita salvo en negro sobre verde: «A donde no se permite llegar al hombre con naturalidad, llega el fuego por naturaleza».

Y ahora a llorar, a rasgarse las vestiduras por el pulmón verde que hemos perdido. Una fábrica de oxígeno de cincuenta mil hectáreas destruida, un paraíso de vida perdido y desperdiciado para siempre. ¿Cuantos miles de ejemplares de especies cazables y no cazables han sido destruidos por la miseria del pensamiento irracional?

Si esos montes hubieran estado debidamente gestionados en materia de caza, de explotación ganadera, de pastos y de madera y las subvenciones entregadas a los de la ceja para hacer el más infumable de los cines -con cargo al bolsillo de los que además tendrán que pagar por verlo- se hubieran empleado en gestionar los montes en invierno, éstos no arderían en verano.

Si para cazar las especies que ahora han sucumbido a las llamas se hubieran hecho cortafuegos, caminos, accesos a cortaderos y caminos de herradura para sacar las reses; las que han muerto en diez días no hubieran desaparecido en cien años de caza controlada. Si en los montes públicos no se cobraran los pastos a los ganaderos y las subvenciones que se otorgan -por poner un ejemplo- para el estudio del mapa vaginal de la mujer colombiana, se entregaran a los pastores para poder seguir adelante con su oficio, habría cabras que controlaran el crecimiento del pasto, ovejas que con su pisada hicieran caminos por los que poder desenrollar una manguera y hasta familias que desarrollaran su vida en cortijos y majadas que ahora yacen abandonados.

Y mientras tanto, a los que le quitarán una paga de Navidad que les llegaba para comprar los Reyes y pagar el seguro del coche, se seguirán jugando la vida para sacar del fuego a algunos que chillaron para que prohibieran la caza en las inmediaciones de donde se habían construido un precioso chalé de doscientos metros con piscina en suelo no urbanizable, con una licencia de obras para hacer una nave para aperos de labranza.

Y no habrá nadie capaz de decirles: «Pero pedazo de cabrones, ¿es que todavía no os dais cuenta?».  Y ni siquiera por vergüenza rectificarán. En el periódico sólo leen el triunfo de “La Roja” y “La Rojita”, y seguirán viviendo instalados en la incompetencia del sueldo nombrado a dedo, mientras disfrutan pensando que el color de la camiseta de la selección lo diseñó Felipe González.

Desde esta Andalucía, que arde sin llama en estos días de julio, envío mi reconocimiento a esos hombres y mujeres de la Unidad Militar de Emergencias, y propongo, a quien corresponda, que se les haga un homenaje desde el mundo de la caza por pelear, con riesgo de su vida, para defender ese monte en el que nosotros tanto disfrutamos.

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