Desde el pulpitillo

Reflexiones vitales de un cazador

Mi infancia son recuerdos

de un patio de Sevilla

y un huerto claro

donde madura el limonero…

A. Machado
                                                                                                                                  

Hablando un día de los achaques que nos va dejando la edad con mi gran amigo Juan José Cabrero, médico de pueblo, escritor y gran persona, me dijo una frase que muchos días me ayuda a poner en marcha la maquinaria, después de un sueño cada vez menos reparador:  «Amigo Carlos, con nuestros años, el día que te levantes y no te duela nada, mírate bien, que igual estás muerto». Sin duda mi amigo, además de un gran médico, es un gran filósofo, y me administró un placebo sin blíster, sin estuche y sin receta.

Cada día según me pongo de pie y selecciono el dolor que hubiera podido preocuparme de no ser por la receta de Juanjo, reflexiono sobre todo lo acontecido en el más de medio siglo que la memoria me permite. Rememorando los versos de Machado, miro hacia atrás y siempre los recuerdos de mi infancia están relacionados con los primeros días de caza con mi padre, y con el día en que enojado por los mimos que mi madre me prodigaba, le exigí que “me dejara en paz, que ya era mayor para tanto mimo…» . Mi madre rió de buen grado y me dijo : «Hijo mío, nunca se es suficientemente mayor para dejar de recibir cariño”. ¡Qué gran verdad! ¡Cuánto se echa de menos un mimito de vez en cuando!   Ahora, cuando veo a mi nieto jugando a llenar de tierra las vainas vacías de los cartuchos, me doy cuenta de los días que han pasado de forma inexorable. Mi hijo mayor ya es jefe de autobomba en la Unidad Militar de Emergencias; mientras que el más chico ya debate conmigo los lances fallidos en tanto nos comemos el taco después de las primeras  jornadas de caza de este 2012, y ya ni siquiera me paro a mirar las oportunidades perdidas con cada día que se va. Las reflexiones me llevan a una conclusión: los recuerdos de toda mi vida están ligados de una forma u otra con la caza. Maté mi primera tórtola con ocho años, con una Sarasqueta del dieciséis que me regaló mi padre, que ahora aguarda orgullosa, presumiendo de su estirpe en el armero, a que mi chico cumpla catorce años para poder ponerla a su nombre. Será la única herencia física que tenga de su abuelo; la otra, la genética, inunda sus venas y hace que gocemos juntos de jornadas que por razones diferentes, ligadas a la misma razón, se harán inolvidables.

Cuando visitamos la réplica de las cuevas de Altamira en Madrid, le dije: «Mira, nuestros antepasados cazadores cazaban bisontes con arco». Sus ojos impacientes repasaban cada rincón de las paredes con pinturas rupestres, y su espíritu inquieto iba generando una batería de preguntas que disparaba mientras yo buscaba respuestas en la memoria y en los folletos explicativos.  Estábamos frente a la  réplica de unas cuevas donde habitó el hombre en la más pura y primitiva de sus esencias, y donde quedó reflejado que lo más importante de aquella civilización, en la que están nuestras raíces, era la caza.  Los cazadores eran una estirpe dentro de la propia sociedad. Desde el principio de los tiempos, en todas las culturas de las que tenemos memoria a través de sus legados, el cazador ha sido una figura importante dentro de cualquier colectividad. Los cazadores eran los responsables de aportar la carne necesaria para alimentar a su tribu, y los garantes de otorgar seguridad frente a las alimañas que frecuentaban los campamentos. A través de la historia, la caza ha sido consustancial a la vida del hombre como individuo y como especie. ¡Qué importante es tener historia! ¡Qué necesario es sentirse heredero de una cultura mil milenaria! ¡Qué maravilloso es saberse legitimado por la transmisión de los genes de quienes nos precedieron en la historia del planeta! Y sobre todo, ¡qué gran orgullo es transmitir a mis hijos y a mis nietos un gen que heredé de tantos antepasados de los que dependió la vida de sus congéneres!

¿Y los pobres ecolobrones que verán en Altamira? Animalitos sacrificados, sin los que el Homo Erectus habría desaparecido y ellos, en consecuencia, no existirían. En el fondo me dan pena, debe ser jodidísimo renunciar a uno mismo como especie. Cuando van vociferando en cualquier medio en contra nuestra, pienso si les hubiera gustado más ser ranas, por el tamaño de la boca,  por el color y por la forma de querer cumplir con las necesidades alimenticias, no les habría ido mal. Ahora que está tan de moda hablar de lo mal que se sienten unos que son lo que no quieren ser, dentro de un cuerpo con atributos de lo que son, y que la seguridad social les opera para cambiarles la identidad con el dinero de todos los contribuyentes, a algunos ecolobrones podrían incluirlos en el programa y transformarlos en batracios, y si les va mal pues ya buscaríamos un príncipe que se prestara a darles un beso…Claro, que como la mayoría de los príncipes son cazadores, igual lo del beso se les pone cuesta arriba.

¡Bueno mira, que los dejen como están, que bastante castigo tienen!

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