Desde el pulpitillo

Ahora, sin Makoki

Al acercarme al jaulero, he visto que Makoki tenía la cabeza por fuera de la piquera. No se ha levantado al notar mi presencia. Tenía los ojos todavía abiertos y brillantes, como aferrándose a la luz que ya no le llegaba. Los demás pájaros estaban en silencio, creo que habían visto pasar la muerte cerca y al no escuchar gutear al ‘gallo banda’, tampoco me han dedicado el saludo de cada mañana.

 

He permanecido más de cinco minutos de pie junto a su jaula, indeciso, queriendo ordenar los pensamientos. Me ha costado levantar la mano y acariciar su cabeza en un íntimo deseo de que se incorporara a picar mi dedo como cada día. No puedo sentirme culpable de lo ocurrido, instintivamente he comprobado el comedero, el bebedero, las heces… nada podía hacer presagiar la inminencia de su muerte.

 

En absoluto silencio he cogido la sayuela nueva, la de pana que le compré en la última feria de la caza, la más bonita. Sin despeinarle una pluma he sacado su cuerpo frío de la jaula y lo he acariciado como la última vez que le recorté la cola. Después, despacio, le he envuelto en la cobijilla bordada con su nombre.

 

Con el escardillo en una mano, el banquito debajo del brazo y Makoki envuelto en su sayuela nueva, me he subido al coche por última vez con mi compañero de tantas tardes de gloria, para llevarlo al coto.

¡Cuántos recuerdos de tardes inolvidables! ¡Cuántos lances increíbles! No me importa admitir que he tenido que limpiar algún lagrimón que, impertinente, ha abandonado mis ojos en homenaje al amigo perdido. ¿Cuánta gente de mi alrededor sería incapaz de comprender esa lágrima? ¡Total, por un pájaro…!

 

He llegado hasta el puesto de la retama grande andando despacio, sin prisa, como cuando le traía en su jaula buscando un sitio en el que hubiera hierba fresca para que picoteara mientras yo construía el repostero. 

 

Y allí, justo donde estuvo cantando, retando al campo, donde emitió sus últimos aguerridos cuchichíos, donde titeó con maestría la intención de irse de la hembra, mientras sacaba al macho de sus casillas intercambiando pitas con rijéos, allí he cavado con fuerza, he roto la corteza de la tierra, haciéndole el espacio necesario, para depositar la sayuela con su cuerpo. Allí, debajo de la retama grande que tanto nos gustaba y donde no volveré a ponerme. Después de devolver la tierra a su lugar, he colocado una gran piedra sobre el breve montículo. A continuación he contado veinticinco pasos hasta la sombra del olivo tantas tardes cómplice y me he sentado en el banquito a mirar en dirección al inexistente repostero. Y he vuelto a escuchar su salida en el recuerdo, las ‘embuchaillas huecas’ con que empezaba a buscar campo, sus reclamos hondos… su pelea con los pájaros serranos. Hasta he creído escuchar el tiro que tantas tardes puso fin a la pelea y dio paso al miserere que elevaba al cielo su cabeza, en una especie de despedida al alma de sus oponentes. Me ha costado levantarme, acercarme despacio a donde estuvo el repostero y acariciar la piedra que cubrirá su cuerpo para siempre, pero que nunca podrá tapar su recuerdo.

 

Ahora me siento un poco culpable por haber publicado que esta temporada no saldría de cuco. Creí que era un gesto de responsabilidad ofrecer al campo, como en un brindis, las perdices que me hubiera tocado abatir, para aumentar la capacidad de reproducción de la especie. Creo que no debería habérselo contado al Makoki… Es como si, habiendo sentido mi intención de no cazar, no hubiera podido superar la idea. Era su octavo año y mandaba con autoridad en el jaulero. Los demás pájaros le conocían y le temían por igual, o al menos así lo demostraban cuando él ordenaba silencio. Hoy ya están tomando el sol, pero parece que saben que el jefe ya no está. Mantienen un extraño silencio que me obliga a levantarme del escritorio y salir a buscar consuelo o explicación a casa de un amigo cordobés, gitano, gallero y cuquillero, Rafael, que alguna aclaración podrá ofrecerme al luctuoso suceso acontecido.

 

–Rafael…

–Pasa Carlos, ¿qué dise el amigo?

–Vengo malo. Se me ha muerto el Makoki.

–¡Coño!, eso sí es una mala notisia.

–Ya lo creo, lo he enterrado en la retama grande y estoy agilipollao. Así que he venido a saludarte, para ver si tú le encuentras explicación. Tenía comida, no le faltaba agua, estaba en la terraza de dentro protegido de los fríos, todos los días un ratillo al sol. Las cagaíllas son normales…

 

Rafael salió de la cocina con una botella negra en la mano y dos catavinos, que dejó terciados con maestría, de un vino oloroso y dorado.

 

–¡A un colega hay que echarle las honras! ¡Bebe!

–¿Qué puede haber sido, Rafael? Yo no lo he descuidado…

–Pues, está claro, si tenía comida y agua, no ha pasado frío y las cagarrutas eran normales… ¡Eso es que le ha dao algo! 

 

Y así, convencido con el diagnóstico casi doctoral de mi amigo, echándole las honras con un vino oloroso de auténtico lujo, me voy convenciendo de que a mi mejor pájaro tenía que perderlo precisamente hoy, y aunque las causas esgrimidas por Rafael no sean, precisamente, para comenzar una tesis doctoral de un análisis post-morten, me sirve de consuelo pensar que si se ha muerto es… porque ‘le ha dao algo’.

Y no hay más. Estoy seguro de que siempre compararé faenas de otros garbones de mis jaulas, como también estoy seguro de que son legión los compañeros de afición que también han sufrido pérdidas sensibles y han pasado mal rato con estas situaciones. Me consuela pensar que serán muchos los que me entiendan y que serán ellos los que sigan impulsando que sigamos adelante con esta afición para la que ahora me flojean las fuerzas. 

 

Estos días, que empezamos como cada año a pasear la mirada por las tiendas donde venden perdices, que visitamos las granjas que otros años nos ofrecieron buenos pájaros, que volvemos a las tertulias cuquilleras, buscando tantas veces consejo como complicidad, buscaremos otra vez a aquel amigo que, como nosotros, sufre los improperios de la mujer cuando sale de casa con el último bocado aún sin masticar y carga en el coche, con prisas, la escopeta y los pájaros para volver a soñar, de camino al cazadero, con una tarde que casi siempre saldrá al revés de lo previsto; pero que dará paso a otra que reforzará afición y deseo de encontrar ese santo grial de nuestra devoción cinegética. Buscaremos con anhelo saludar a aquella pareja que comparten puesto y a los que envidiamos sanamente, porque también nos gustaría compartir con nuestra pareja este amor que sentimos por la caza. Y desearemos la llegada del fin de semana para poder hacer con nuestro hijo algunos puestos, sembrándole esa afición que les cala las entrañas y que nos hace sentir ese enorme orgullo cuando abaten su primer pájaro, habiendo dejado cumplir los tiempos, como mandan los cánones.

 

A mí no se me olvidará el Makoki, pero se me pasará la penurria que ahora tengo, y hasta entenderé un poco más a los que me dicen: «¡Total, por un pájaro!«. Mi hija Laura, al verme tristón, me ha prometido que ella me va a regalar uno, que tiene que arrasar con los mejores recuerdos de los que antes tuve. Cuando venga mi hijo Carlos del instituto, tendré que explicarle que nos falta un colega en el jaulero y a él le afectará también porque a Makoki le tiró su primer pájaro de reclamo en una soleada tarde de febrero.

 

Que tengáis un magnífico 2014 y una genial temporada de reclamo. Gracias por ese momento en que, leyendo este artículo, os hubiera apetecido darme una palmadilla en la espalda. El mes que viene, más. CyS

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