Desde el pulpitillo

Ladrones de nidos

carlos-enrique-lopez-foto-portadaHablar de ladrones en un país donde la honradez está tan deteriorada en cualquier sitio, comprendo que es poco original. Un gran maestro en esto de amontonar letras dijo «Que un perro muerda a un niño, no es noticia; la noticia es que un niño muerda a un perro». Desde luego no estaba equivocado, y hablar de ladrones, insisto, puede resultar aburrido para quien menos culpa tienen, los lectores. 

Pero en esta ocasión voy a tratar de un tipo de robo provocado por el afán controlador de la propia Administración. Me refiero al robo de nidos de aves fringílidas, como jilgueros, pardillos o verderones. Se trata de especies para las que la Administración concede un cupo de capturas que no puede superar el uno por mil de las muertes anuales por cualquier causa.

Ya por ahí empezamos mal, como cuando nos cambiaron el nombre de pajareros por el más progre de silvestristas. Dice el administrador de la cosa que por cada mil jilgueros que se carguen entre pesticidas, insecticidas, accidentes de trafico, incendios forestales, aguas contaminadas y un larguísimo etcétera de causas, los aficionados a los pájaros estamos autorizados a capturar uno, para cría en cautividad y selección en el canto.  Resulta que, además, estamos obligados a soltar en la fecha y hora que la Administración decida el treinta por ciento de las capturas autorizadas para ese año. En una palabra, que de los doce ejemplares (sumadas las tres especies) que a mí se me ha autorizado a capturar desde la Junta de Andalucía este año, tendré que soltar cuatro, y por tanto podré retener en mi domicilio a ocho ejemplares.

Vale. Pero resulta que el que más sabe de esto decidió que el mejor método para controlar a los silvestristas era la obligatoriedad de participar en un concurso de canto anual, de forma obligatoria y realizar la pública suelta del treinta por ciento en día y hora determinados, para tener derecho a solicitar los permisos de captura del año siguiente. No se si vais pillando la tocada de pelotas que hay que tragarse para poder tener unos cuantos jilgueros y unos pardillos que nos alegren los amaneceres en casa. De acuerdo, con todo esto tragamos por practicar una afición milenaria, y como tal perseguida, por los que después de leer el periódico se aburren en su despacho y como no saben qué hacer, dedican las horas a inventarse cosas para joder al contribuyente, mientras su trabajo se lo hacen en una administración paralela, inventada para mantener enchufados y votos a sueldo, o como se diga eso. 

Bueno, pues nuestro aburrido legislador, debidamente aconsejado por los consejeros que no tienen ni idea de qué va la cosa, decidieron crear un código de canto para enjuiciar los ya mencionados concursos. Hasta aquí podría parecer lógico. Pero según avanzan los años, el dichoso código de canto se va modificando buscando una excelencia tan irreal como inexistente. La autorización de captura prohíbe expresamente la venta de ejemplares, pero no hay mejor mercadillo que los propios concursos, donde los aficionados acuden a comprar los pájaros mejor puntuados, y a veces por sumas mareantes.

Que un pajarito sin faltas en concurso nacional valga tres mil euros a ningún aficionado se nos escapa. Aquí empieza el problema, el que creó el concurso y el exceso de selección en el canto fomentó al mismo tiempo la venta de ejemplares considerados extraordinarios. Y ahora para evitarlo es obligatorio ponerle un chip al pajarito, además de la anilla, para que su propietario no pueda cambiarlo así por las buenas.

¿Vamos entendiendo el volumen de la gilipollez? Bueno, pues tanto se ha querido exprimir el asunto, que los supuestos aficionados consejeros y los sesudos aconsejados administradores han llevado el código de canto a extremos imposibles para pájaros que se críen en el medio natural.  De manera que si alguien quiere tener un ejemplar ‘sin faltas en el canto’, se ve obligado a sacar al pajarito del nido, criarlo a palillo con pastas de cría especiales, evitar que escuche ningún sonido que se parezca al canto de pájaro alguno, pues podría coger notas discordantes. Una vez sacado el pobre bicho de su cría natural, se le pone en un casillero llamado “educador” donde en un cajón de diez por veinte centímetros en el que se han instalado dos pequeños altavoces conectados a un reproductor, se le mantiene veinticuatro horas al día escuchando un cd, editado por los sénecas de esto, para que su canto imite perfectamente lo que los cuatro entendíos han considerado “cante limpio”.  Sometido el ejemplar robado de su nido a esta tortura china durante tres meses, habrá interiorizado unas notas que responden con exactitud a lo único que ha escuchado y estará preparado para participar en un concurso de canto. Eso supone que, en estas fechas, los educadores proliferen por sierras y olivares buscando nidos cuyos habitantes no estén todavía “contaminados”,  para torturarlos en la educación de cajoncito. Después, a las hembras que no sirven para el canto se les da un porrazo y listo, y a los machitos se les atrofia la cabeza con sonidos que luego imitan sin ningún estimulo, como un disco rallado. 

Este es el resultado de una legislación fruto del desconocimiento, y encaminada a controlar cualquier cosa por cualquier medio, sin tener en cuenta los daños colaterales.  A tal punto llega el desastre, que está más que probado que los pobres pajaritos educados por estos métodos son inútiles como reclamos, debido a que los individuos criados en libertad de su propia especie no reconocen las notas emitidas como llamada, e incluso se asustan del canto emitidos por estos ‘mutantes’. Para los que de verdad nos gusta esto y no tenemos pájaros ‘educados’, porque nos gusta el cante original de cada especie, es poco menos que imposible obtener una buena calificación en los concursos. Y aquí nos mantenemos, enseñando a nuestros hijos lo que aprendimos de nuestros padres y queriendo que vean la naturaleza y su relación con el hombre, así, como algo natural. Pero cada día nos lo ponen más difícil.

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