Entre tórdigas

¡Jodido muchacho…!

images_wonke_opinion_juan_pedro_juarezEl tiempo magnifica los recuerdos, pero solamente los buenos… Los venados y marranos eran más grandes hace treinta años, aunque, entonces y ahora, los mayores son los que se yerran. De lo que no cabe duda es que, hace cuarenta o cincuenta años, había menos cazadores, pero lo que sí había eran más tórtolas. Grandes extensiones de girasol daban unas tiradas históricas y, en tiempo de montanera y aceitunas, se tiraban cohetes a diario para espantar palomas y zorzales. Caza había, grandes aficionados, también, y mucho muchacho deseando irse con los mayores, de morralero, de perro o de lo que fuese, lo importante era acudir.

Uno de aquellos veranos, Josito había echado cuerpo y ya mantenía la escopeta, disparaba y se consideraba ‘hombre’, puesto que su vida se basaba en el campo y en la caza; para él, sus hermanos y primos, no había otra cosa salvo el internado y su campo. Lo malo era que constituían una caterva de chavales de entre nueve y trece años que eran de todo menos maduros y hombres, y que, por mucho que pudiesen disparar con las escopetas, siempre era a escondidas y sin que se enterasen sus padres. Como muchachos que eran, ellos se hacían sus composiciones de lugar de cara a la caza estival. Este año, Josito iría de secretario y, aparte de dejarle disparar algún tiro, cobraría por sus labores. Seguro, ¡este año cobraría!

Llegando la temporada del descaste del conejo, Josito vio truncadas sus expectativas al negarle, su propio padre, el pan y la sal: el pan de ir de morralero y la sal de tirar con la escopeta grande. Tras decirle que se fuese con la escopetilla a tirar a los conejos de cucunete, salió por la puerta con un «¡Jodido muchacho…!». Pocos días después, cuando su padre tuvo que ausentarse un par de jornadas, por negocios, Josito hizo lo que su padre le había dicho y se encaminó a los vivares. Cuando aquel disparo retumbó en el soto, con mucha sorna, Josito pensó: «¡Uy! ¡Me he equivocado de escopeta!».

Cuando llegó a la casa, allí estaba su madre enarbolando zapatilla y le dio un anticipo de lo que su padre le daría cuando volviese de Madrid. «Padre no me dijo qué escopeta tenía que llevarme», se argumentaba a sí mismo. Argumento que no se oyó ante el estrépito de las collejas que su padre le administró. Pocos días después, al salir de la piscina, vio como su padre se quedaba de muestra ante los cardenales que la escopeta le había producido en el hombro.  Con una carrera pudo esquivar la certera trayectoria del capón, pero, aquella noche, durante la cena, sentado, no pudo evitar el impacto. Y el castigo englobó los días de descaste, pero no resistió hasta la media veda.

Josito se ofreció como secretario a su tío David y éste no se negó cuando le pidió una propina. Esta vez, de verdad, se olvidó que David estaba sordo de un oído, a causa de las detonaciones, y que, por supuesto, no le había escuchado.

Al acabar el primer día de la media veda, cuando David le dejó en casa con un «¡Hasta el domingo!», no se extrañó; pensó que cobraría de semana en semana y así lo dejó. Pero, después de cinco interminables jornadas de cobrar y cobrar tórtolas, una tarde se lo espetó: «Tío David, ¿no decías que iba a cobrar por hacerte de secretario?», a lo que David, sin dejar de mirar a la carretera, soltó con regocijo: «¡Jodido muchacho…!».

Días después, Josito acudió a la cita como si tal cosa, se metió con su tío en el puesto y sacó una varita muy fina. David se quitó la camisa y se concentró. Vino la primera y, al encarar, David sintió cómo se pinchaba con una hoja de las chaparras con las que había preparado el puesto. Al sentir el pinchazo, falló, y con la segunda, la tercera y la cuarta le ocurrió lo mismo. Cada vez que se pinchaba quitaba una zona del puesto que creía que era la que le molestaba. Con medio puesto desmontado cayó en la cuenta de que podía ser víctima de un sabotaje y a la siguiente tórtola se incorporó de cara a Josito, al que sorprendió con la varita de las cosquillas en la mano. El culpable salió corriendo, pero no pudo escapar y, una vez agarrado, escuchó atentamente a su tío.

Rogelio no se sorprendió cuando vio aparecer a Josito. Le dijo que se quedase detrás de él y que se tapase cuando llegasen las tórtolas. Roge sufría de una mala digestión, no estaba fino, pero aún así llevaba treinta y una tórtolas cobradas… la ayuda del niño no le venía mal, así las cobraría el chaval. Al sexto pájaro que se descolgó buscando los girasoles, pensó que algo los asustaba. El niño no se movía de su espalda, se levantaba cuando él decía, no podía ser otra cosa que algo reflejase el sol… Al cambiarse el astro, recogió todo bien, reforzó el puesto y aguantó todo lo que pudo a los pájaros, ¡que seguían esquivando la postura! Recogió y, con el niño tras él, se cambió de puesto. Éste, con el sol de lado, no podía relumbrar, pero las siete u ocho primeras tórtolas lo esquivaban desde aún más lejos y pasaban por el puesto que acababan de abandonar.

De pronto, algo llamó la atención por su izquierda y, a la siguiente tórtola, se quedó mirando por encima del lomo de la escopeta. Vio su sombra y la de Josito… agitando algo: ¡un pañuelo blanco tras él! A la carrera persiguió al niño que buscó refugio en el puesto de su tío David. Cuando Roge le preguntó al crío, no mintió: «¡Me lo ha mandado mi tío!».

«¿Yooooo…?», exclamó David. Y Josito, por fin, cobró…

 

Por Juan Pedro Juárez.

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