Es la montería, es la caza, es el último y maravilloso Campeando de Ernesto Navarrete, un lujo para Caza y Safaris – Caza Wonke, es el lance que se nombraba en Detalles que engrandecen la caza. ¡Qué lo disfruten!
Le vi venir desde muy lejos, barría con mis prismáticos la solana que tenía a mi izquierda claramente fuera de tiro debido a la distancia a la que estaba y que superaba con creces los cuatrocientos metros.
Bajaba con mucho tiento y en su escapada se rozaba siempre con los bordes de carrascas y enebros de forma que en su recorrido nunca atravesaba limpios o rasos que delatasen su presencia.
Era una hembra bastante grande y con un pelaje bellísimo que ligaba a la perfección los tres colores de capa de este hermoso animal, el pardo de su lomo con el blanco de sus bigoteras y babero, cerrando el negro de sus patas delanteras de su morro y lacrimales, así como de sus labios enormes.
Yo al verla veía como se paraba con mucha prudencia y oteaba a corta pero también a larga distancia y creo que me veía, aunque yo estaba pétreo y sin inmutarme un ápice con mis ojos escondidos tras los cristales de la óptica y bien resguardado, pero estoy seguro que me veía.
Continuó bajando con su tranco apresurado y mullido hasta que lo tapó la cresta de la serreta próxima a mi puesto, pero que también se encontraba a distancia considerable como para efectuar un disparo.
En posición de disparo
Analicé la situación de la posibilidad del lance y creo honestamente que solo tenía dos posibilidades o bien se corría a mi izquierda, una vez llegase al vértice de la barranquera por donde bajaba, escapándose de la mancha y bordeando por su linde el monte, o por el contrario tomaría hacia la derecha de la barranquera y, ascendiendo un poco, llegaría a mi testero umbrío dándome posiblemente alguna oportunidad de atisbar un lance.
Me preparé con posición de disparo e inicié esa danza algo estúpida de alternarme entre mi izquierda donde un pequeño collado me permitiría un tiro algo rápido y la derecha donde con una umbría estrecha pero larga y algo sucia de monte bajo, si tenía suerte, podría disfrutar de un lance largo y tenso si el animal eligiera vaciarse de la mancha faldeando la umbría.
Pasó mucho tiempo, más de quince minutos y nada se movió en el escenario, tal fue así que desarmé mi posición y analicé cual otra posibilidad la zorra habría elegido para vaciarse de la mancha sin que ningún puesto del cierre que armábamos mis compañeros y yo hubiese tirado.
Miraba a mi espalda donde a unos ciento cincuenta metros la mancha dejaba su cobertura para dar paso a una hoja labrada y sin siembra por si pudiera verificar la osadía de la zorra en su huida, pero tampoco y poco a poco volví a mi estado de sosiego y al disfrute de la costana umbrosa, estrecha pero larga, que tenía enfrente de mí y que rubricaba realmente el tiradero objeto de mis lances.
¡Tenía el puesto del Rey!
El puesto estaba justo en la cresta de una serreta de pequeña altura coronada por unas rocas calizas que hacían de espina dorsal de la misma.
En una de esas peñas la suerte me brindaba una disposición de las piedras de tal forma que a modo de púlpito podía tener mi Sako y mi vara perfectamente verticales y apoyadas en el mineral mientras que un enebro que nacía del interior de una de las grietas de las rocas, me tapaba hasta el medio pecho.
Es decir, ¡tenía el puesto del Rey!
Por frente divisaba la umbría que de anchura podría tener unos cincuenta metros, pero que de largo me permitiría firmar lances de hasta doscientos metros de distancia.
Esta umbría era cortada, a media falda, por un carril por el que habíamos pasado para montar el cierre y por otro camino que en la cresta de la umbría servía igualmente para meter las traviesas, adentrándose en la mancha a batir.
El problema radicaba en que el monte bajo de mi umbría era importante y atravesado de enebros, carrascas y romeros viejos que enmascararían las posibles huidas de los cochinos, objeto de esta montería.
A favor tenía que la mancha había tardado en cerrarse y eran ya pasadas las doce del mediodía y el sol se había despegado del terreno de forma que la umbría estaba soleada y ni el astro me estorbaba en la lente, ni las sombras eran incomodas a la hora de cogerle los puntos a la puntería.
¡Lance en estado puro!
Como digo, había bajado ya la guardia con la zorra y disfrutaba del entorno y de un regalo de día.
Las voces de los podenqueros se sentían muy muy lejos y el latir de los perros apenas se escuchaba, sin embargo, el sol era un primor de lumbre que invitaba permanentemente a la reflexión y al goce de un día de campo.
Entre estos despistes y apuntes monteros que a todos nos suceden durante la montería, mi cabeza predadora volvía a aparecer al repetir un barrido visual de mis tiraderos y es donde vi a la zorra que efectivamente había tomado la opción de vaciarse por la costana umbrosa que definía mi tiradero delantero.
La vi subiendo despacio la umbría y a una distancia de unos ciento cincuenta metros por mi izquierda, no era un tiro posible ya que además de la distancia el monte estaba muy sucio y yo, sin prisas, dominaba la situación al haberme encarado rápido y ya tenía en mi retícula la imagen de la raposa.
Todo estaba en su sitio, la zorra sin saber de mí, yo con el encare hecho y sin necesidad de realizar movimiento extraño alguno.
¡Es el lance en su estado puro!
La suerte me echa una mano
La seguí anotando en mi memoria todos y cada uno de los detalles que un animal tan astuto realiza al intento de escaparse de una batida.
Subía lentamente la umbría, parándose de vez en cuando para mirar y otear lo que tenía por delante.
Sus orejas triangulares, sin un defecto, apuntan como un radar, su babero blanquecino se rasga con los trazos negros que delimitan los labios y la crin de sus lomos bailotea con la brisa aportándola una belleza de documental.
A mitad de la umbría la suerte me echa una mano y la zorra se faldea e inicia una trocha que en horizontal la llevaría directamente a mi tiradero más cercano.
La sigo viendo y sobre todo pensando que el lance ahora es ya irreversible.
Camina lenta, se encorva para pasar por debajo de algún jarón retorcido de romero y se para para otear.
Me mira y me mira un rato largo, yo no me muevo, no tengo necesidad, ahora su cara se hace aún más bella.
Le noto hasta los bigotes, sus orejas erguidas y limpias me enfocan, pero estoy seguro que no le trasmiten nada.
Reinicia de nuevo su tranco con un trotecillo pausado, sé que no me ha visto.
La dejo que vaya cumpliendo y espero a que una encina grande que tiene la umbría me tape la visión de ella.
A su salida mi Sako firmará el lance.
Fueron unos segundos y la zorra apareció de nuevo tras la encina, calmé mi pulso y esperé a que hiciera una nueva parada para otear.
Así lo hizo y terciada como la tenía, disparé.
Al estruendo aún vi, tras el visor, como la zorra daba una pirueta de muerte quedándose inerte sobre una cama de tomillos firmando un lance largo y bien trazado.
Satisfecho y sosegado
Al ruido del disparo y desde la misma umbría un bando de perdices arrancó a volar pasando por encima de mi cabeza, pensé sería el agradecimiento que esta familia me hacía al haber batido a su peor enemigo y siendo ellas además espectadoras de lujo tras semejante lance.
Me quedé henchido por la ejecución de este largo lance que había culminado con un disparo a unos setenta metros de distancia.
Interpreté bien la carrera de la raposa, tuve paciencia en la consecución de su huida y finalmente seguí tras mi óptica la travesía infructuosa del animal, siendo testigo de sus estrategias y sigilos últimos.
Ya calmado, recargué el arma y la descansé sobre mi armero particular que de tal hacía mi tronera calcárea.
Satisfecho y sosegado repensaba y repasaba el lance tan bello que había logrado culminar.
¡Es la caza al aguardo en estado puro!
Los perros ni se oían, y yo creo que tampoco me hacían falta.
«¡A la salida le zumbo!, acordé»
Pasó un rato largo que se me hizo cortísimo ya que el día era espectacularmente bello y además la montería iba desarrollándose de manera lenta y alejada de mí.
Yo continuaba oteando la umbría que hacía de tiradero principal cuando observo que justo por mi frente traspone otra zorra que, atravesando el carril que hiere la cumbre de la umbría, se me mete en el tiradero con suicida determinación.
Esta vez no tuve mucho tiempo para prepararme y enseguida metí a la raposa en la lente, bajaba ya digo con cierta prisa.
No era tan grande como la primera e intuyendo su carrera rápidamente pensé que se iba a topar con ella en poco tiempo.
Bajaba la umbría y en un suspiro la encinona grande que domina mi tiradero la tapó con su copa.
– ¡A la salida le zumbo!, acordé.
Y así fue, salió por donde le decía su instinto y antes de que pudiera cogerle bien los puntos la zorra se terció un poco hacia mi derecha queriendo tomar la falda a la umbría.
No sé si le dio el tufo de su compañera muerta, pero lo cierto es que la raposa se paró a coger vientos y a otear un poco.
Fue el momento que escogí y el Sako volvió a escupir su muerte firmando otro lance esta vez más rápido y menos plástico que el primero.
Nuevamente recargué el hambre de mi compañero Sako y me acomodé en mi trono de caliza y brezo dándole las gracias a Diana y Artemisa por permitirme beber en las fuentes de sus divinidades firmando lances como los vividos en un escenario de naturaleza plena.
¡Yo no necesitaba más!
Estaba donde tenía que estar
No sé si fueron mis diosas que me devolvieron con regalo mis agradecimientos o que fuera yo el que, en este día, estaba donde tenía que estar.
Lo cierto es que con los perros recogiéndose en los remolques arrancaron otra raposa que se arrojó a la misma umbría donde ya tenía tumbadas a las protagonistas de mis lances narrados.
¡Esta vez era un macho! Precioso y oscuro, con un cabezón inflado de bigotes y una talla ya muy respetable.
Me entró esta vez por la derecha de mi postura, cruzó el carril que corona y define la umbría y allí fue donde le vi.
Me armé pronto porque este venía rápido y corría queriéndole poner terreno de por medio a los perros que latían a remolque, no a caza.
Al transponer a mi umbría tomó una trocha que faldea acercándose a mi tiradero.
Le seguí como hice con la primera y yo hacía ensayos de donde colocarle el disparo.
No da muchas oportunidades un bicho a la carrera y a setenta metros, pero al menos simulaba disparos mientras le seguía con el visor atisbando a su vez dónde podría elegir el mejor momento para ello.
Mientras, con el ojo izquierdo, analizaba la zona de la umbría donde ejecutarlo.
Un animal precioso, con una cabeza enorme
La alimaña había tomado ya su vereda de faldeo y me di cuenta que si seguía por ella se daría de bruces con la primera de las zorras de esta mañana.
En ello estaba pensando cuando el zorro se metió tras un lentisco enorme que dominaba la parte derecha de mi umbría y que entrelazándose con algunas madroñas y alguna carrasca le permitían no estar bajo mi visión, obligándome a tomar alguna decisión de por dónde volvería a aparecer.
Son segundos en los que tienes que soltar la puntería que habías tomado e iniciar de nuevo la liturgia cuando vuelva a aparecer la presa.
Seguí corriendo la mano y por entre las ramas noté la carrera del raposo, volví a tomar los puntos y le esperé a la salida del follaje.
Aquí fue donde recibí la lección nueva del día.
El zorro, al salir a una zona más liviana de leña, me permitió volverlo a ver en toda su dimensión.
Era un animal precioso, con una cabeza enorme y un pecho musculoso, sus pelos danzaban como olas sobre su lomo y la cola rubricaba la belleza con un mechón negro en su extremo.
Me quedé absorto con su visión, pero su reacción me volvió a la tensión.
En un momento el animal paró en seco echando sus manos adelante y enterrando sus uñas en esa vereda pedregosa.
Hubiera sido fácil haber disparado en ese momento, pero mi curiosidad pudo más que el instinto y esperé a ver qué era lo que pasaba. ¡¡Fueron décimas de segundo!!
¡¡Zorro marcha atrás!!
Su cara erguida y fija, con sus orejas apuntando al frente, me indicaban que había visto a su congénere yacente sobre el tomillar.
En ese momento el zorro empezó a caminar hacia atrás, ¡¡pero marcha atrás!! Se recogió de sus cuartos traseros e inicio una marcha atrás despacio, recogiendo sus jamones y al momento sus manos.
Me quedé sorprendido con esta reacción que nunca había visto antes en un animal de éstos.
Tal es así que ni me acordé del disparo, sólo seguía viendo cómo el zorro retranqueaba hasta volverse a tapar en ese pasil lleno de leña, perdiéndole de vista.
Fue entonces cuando resurgió mi instinto y, vuelta a empezar.
Reseteé mis sensaciones y evalué de nuevo cual sería la huida de este precioso animal, pero en esta ocasión el animal fue más rápido que yo y me enseñó rápidamente su huida.
Bajaba directo a la caja de la umbría y ya iba tapado siempre de jaras y romeros, no cogió vereda alguna y acortaba distancias siempre por lo más sucio.
Poco a poco yo iba perdiendo ángulo de disparo complicándoseme el lance, pero tuve fortuna de nuevo, ya casi en lo hondo del barranco el zorro se ciñó hacia su derecha cogiendo un pasil limpio y ahí tuve mi oportunidad.
El Sako repitió su sacudida justo en el último momento dónde la caza tenía su sitio, de no haberle dado, el zorro, se habría ido.
Y allí quedó, tumbado y seguro que con su rabia contenida al saber que estuvo a un pelo de volver a salvar la vida como en tantas y tantas ocasiones había logrado antaño.
Un día memorable
Aún tuve ocasión de tirar otra raposa más que siguiendo similares trazas de las ya contadas tuvo más fortuna que sus congéneres y por esas tierras de Dios seguirá diezmando los bandos de perdices que abundan en estas sierras.
De cualquier modo, para mí fue un día memorable por lo bien que anduve con la puntería y en la lectura del monte, por la riqueza de esos lances vividos que me enseñaron a crecer como montero y por seguir afianzándome en que soy cazador de lances y tanto disfrute me da el rececho de un íbice como el de una liebre en un barbecho.
Este día no aparecieron los cochinos, pero la presencia de tanto raposo me permitió disfrutar como el que más, ayudando de paso a la caza menuda que tanto cuidado merece.
Esto es la montería y ésta mi caza.