Por Ignacio Gallastegui
La tarde se va relajando. Ya no se escuchan más ladras. El campo se recupera lentamente del combate. Ha sido una jornada intensa… había mucha caza en el monte.
Los perros han trabajado sin descanso. Los agarres han sido numerosos y fieros. Se ven algunos sueltos, cansados, la jeta teñida en sangre, que acuden a reagruparse. Su trote es cansino. De vez en vez se paran y ventean el aire.
En mi puesto, bajo una encina, observo ya sin tensión los últimos movimientos. A mi derecha hay una pequeña charca helada. El sol de noviembre sólo ha conseguido fundir pequeñas láminas en superficie. En los bordes permanecen las huellas de los baños y refriegas de algún jabalí. Han dejado su marca en los troncos circundantes.
La finca es adehesada con suelo arenoso y monte suave. Más adelante deduzco un barranco. El terreno desciende y el monte es abigarrado. Ha vivido varias carreras. Más allá se eleva de nuevo hasta formar una esbelta colina.
Desde mi posición he podido observar algunos movimientos. He disfrutado de varios lances.
Testimonio natural de vida salvaje
Una ladra a parado se escuchó a unos ciento cincuenta metros, en lo tupido. Me aproximé con cautela y al asomarme entre la maleza pude ver un gran macho que se defendía con violencia de los embate s. Los más pequeños ladraban a su alrededor. Los rudos y potentes perros de agarre trataban de sujetarle. Alguno sufría las colmilladas y volaba cual pelele por el aire. El verraco giraba y acometía a sus enemigos. Bufaba y resoplaba. Sus navajas chasqueaban contra las potentes amoladeras. La imagen era intemporal. La montería en su más pura esencia. Furia y violencia. Lucha desigual. El jabalí contra el mundo…
En un instante los perros se separan quedando alrededor de su enemigo. Aprovecho el momento y acabo el encuentro. El singular combatiente cae abatido moviendo sus patas contra el aire. Los perros le muerden con saña. Aprovechan la circunstancia. Me echo encima y con el afilado cuchillo termino su lucha.
Poco a poco los protagonistas abandonan la escena. Ya sólo queda el solitario perdedor, inerte, inmóvil, manchado de sangre y barro. Ha defendido su vida con determinación y bravura… sin queja… sin opción.
Regreso a mi puesto. Siento la excitación del momento vivido. Tardo un tiempo en recuperar la calma. Las imágenes reviven en mi mente. Ha sido breve pero intenso.
Me admira la valentía de estos sólidos animales, su porte primitivo e indómito, su atrabiliaria intemporalidad. Extraños y rústicos habitantes de nuestra España. Supervivientes de las talas, de las guerras, de la técnica, del progreso, de los planes de desarrollo… reliquias vivientes de antigua factura. Siempre perseguidos cuando no odiados. Codiciado trofeo de vanidosos cazadores. Testimonio natural de vida salvaje.
El perro
…Como decía, me encontraba tranquilo esperando el final de la jornada cuando por el camino que ascendía suavemente desde el barranco apareció andando con gran dificultad un perro de agarre. Su cara tosca y fiera aparecía manchada por la pelea. El pelo corto y el color blanco con amplias manchas marrones atigradas por finas líneas negras. Probable cruce de alano con podenco y alguna otra sangre. Las orejas recortadas y el hocico corto y potente. El rabo también recortado. Jadeaba agotado y se paraba cada pocos metros.
Me eché los prismáticos a la cara y pude observar una herida sangrante en su pecho, otra en la axila de la pata delantera izquierda y al mirar en su abdomen se veían asas intestinales asomando a través de su piel. Mala pinta…
El pobre animal se acerca con esfuerzo hacia la charca. Ha olido el agua y la necesita. Se asoma a la orilla y lame la superficie de hielo. Me acerco para intentar ayudarle y con mi vara de avellano golpeo la costra para hacer un agujero. El perro recela y se aleja hacia la orilla contraria. Encuentra una zona libre y consigue beber. Después se echa colocándose sobre el casquete. El frío le alivia. Permanece así varios minutos. Confío que pronto aparezca algún perrero y se pueda ocupar de él. No merece esta muerte.
Es un luchador fiel y valiente. Las terribles heridas lo demuestran. No ha evitado el peligro. Quizás haya vivido su última pelea, pero no se queja. No emite sonidos ni lamentos. Sufre en silencio.
Pasa el tiempo y el perro se lame la sangre. No puedo hacer nada y me siento impotente. Me gustaría ayudarle pero no tengo cómo. Si intento acercarme puedo provocar su huida y en su estado podría ser fatal. Sólo puedo esperar la llegada de alguien. Al cabo del rato se oye la llamada de los perreros. El herido se levanta y camina hacia el sonido pero a los pocos metros se tumba a la sombra de una encina. Esta vencido.
Por fin aparece un grupo de recogida. Les llamo y les alerto sobre la situación. Uno de ellos se acerca al animal y le ata al árbol para que no intente moverse. Volverán con la furgoneta.
Me recogen y acudo a la comida. Tras la misma nos reunimos en la junta de carnes. Me encuentro con los perreros y pregunto por el desenlace… Ha muerto…
La noticia me duele… Ellos luchan y nosotros recogemos el trofeo… Ellos arriesgan sus vidas y nosotros nos vanagloriamos del éxito… Ellos mueren y nosotros regresamos a nuestras confortables viviendas…
Mi profundo respeto y agradecimiento a estos fieles y bravos luchadores.