Por José Fernando Titos Alfaro
¿Realmente dramático el anterior relato, verdad? No es éste, sin embargo, el caso que más me impactara de los que tuviera que vivir Junto a esta gente. Recuerdo otro que, siempre que acude a mi memoria, me hace tiritar. Claro que aquellos tiempos eran muy otros, por lo que no se pueden juzgar bajo la perspectiva de estos.
No obstante, la cosa manda cojones. No es que con ello, quiera culpar yo a mi padre, ni a ningún otro. Sencilla y simplemente, que la vida estaba así, y punto. De todas maneras, estos casos se me grabarían en el alma como un mal dolor, y que, como tales, las he tenido presentes durante toda mi vida, y, por lo pronto, aprendí que para juzgar a un hombre, cuanto menos, había que sentirlo en sus propias miserias. Por eso, cuando Los Cortijos fueron míos, y aun siendo tan celoso como mi propio padre en eso de preservar al ganado y a las sementeras de los incordios de los cazadores, nunca dejé de pensar que siempre habría algún eriazo o algún paraje para que esos cazadores, de bolsillos tan apurados, pudieran, al menos de momento, remendar sus tan esquilmadas alacenas. ¡Qué bien sabía yo quiénes podían ser esos cazadores! Sencillamente, los que tenían que cazar por esos andurriales a trote, y para los que el solo hecho de marrar una liebre, ya era causa más que suficiente para poner el grito en el cielo, al ver, con rabia e impotencia, cómo, tras el rabo de la pieza escapada, también se escapaba el pan de sus hijos.
La cabeza, en estos casos, si es que no el corazón, se debe tener para algo, y mi padre, bajo este aspecto, fue un hombre tan descabezado como para andar más desorientado que un grillo al que le cortan las antenas. Ésa, su falta de mano izquierda –habiendo sido un hombre bueno y justo, que lo fue– le ganó tanta antipatía, por no decir odio, entre los escopeteros; como simpatía, por no decir afecto, que me gané yo, tendiéndoles la mano, de vez en cuando, en esto de la escopeta. Pregunte usted, si no, por estos lares de don Paco, y le puedo asegurar que no oirá sino bendiciones y buenas palabras. Y es que el que no sabe ser servidor, difícilmente puede ser amo, como mi padre no lo supo ser con aquellos cazadores, siendo, paradójicamente, tan generoso siempre con todos sus trabajadores. Lo de la escopeta era como una manía suya, y tanto era así, que, a la menor sospecha, ya estaba azuzando ‘a los de la cresta de charol’ contra aquellos escopeteros, y, claro, ellos, dentro de su impotencia, contraatacaban como podían.
Recuerdo al respecto –siendo yo bastante niño aún– la que se lió en la aldea un día, porque aparecieron en las mismas paredes del cuartel de la Guardia Civil unos anónimos, que si no al pie de la letra, venían a decir, más o menos, algo así como esto: «‘Señores verderones’, a quien realmente deberían vigilar ustedes, debería ser al señorito, ya que la puerta de La Casa Grande –que es como, desde que yo me conozco, se le ha llamado a nuestra casa– es, durante todo el año, enteramente, la madriguera de un zorro, con todo tipo de despojos de perdices, conejos y demás piezas de caza».
Pero, en fin, no nos perdamos en disquisiciones, porque yo lo que quería contarle era aquel caso que tanto me impresionó, y ante el que siempre me tuve que hincar de rodillas como hombre de sentimientos profundamente humanos.
Terminaba de anochecer, y un silencio de sepulcros lo envolvía todo. Las nubes, con sus jirones de mendigo harapiento, galopaban bajo una luna de plenilunio. Un gracioso jugueteo de guiños luminosos aparecía y desaparecía para, de nuevo, reaparecer y volver a perderse, una vez más, sobre el color de sangre reseca de los tejados y el blanco encalado de las fachadas. El cielo, poco a poco, se fue encapotando y la noche ennegreciendo. Un fuerte chaparrón irrumpió de pronto sobre las calles, y su silencio se vio roto como por el repentino tropel de una manada de caballos, que corrieran en desbandada por las calzadas y sobre los tejados. Cesó pronto y la quietud volvió a reinar. Una paz, rayana a la belleza, era la del mudo recogimiento de las noches de lluvia de San Isidro de Rioseco en otoño. La belleza del indescriptible perfume a agua de lluvia de sus calles. La belleza de ese indescriptible chapotear de las canales al estrellarse sus goterones en las aceras. La belleza de esas sombras espectrales, que alguna que otra gota de agua, aferrada a algún farolillo moribundo, proyectaba sobre el pavimento o sobre las fachadas. La belleza del maullido desgarrador de algún gato en celo, que parecía rasgar, a su vez, la oscuridad de la noche de arriba a abajo como si de un lienzo se tratara. La belleza…
Sin embargo, aquella noche, la misteriosa y mágica belleza de las calles de la aldea parecía tremolar de dolor ante el drama de un ángel.
Una niña de corta edad, cuya estampa era un terrible anacronismo, al aparecer arropada con el negro y raído mantón de su abuela, caminaba por las aceras, de puerta en puerta. Su vocecita de cristal se quebraba tenue y temblorosa, cuando, metiendo tímidamente la cabecita por una puerta entreabierta, ofrecía su mercancía con tapujos de delito.
–¿Me compra usted una collera de perdices…? ¿…y una liebre muy hermosa?
Era cuanto su padre, sin otro trabajo ese día, había conseguido como jornal en toda una ardua jornada de cacería. El silencio de la noche, profundo y como momificado, seguía en su trono.
El mutismo era absoluto. Los pasos de la niña, como si sus pies fueran de algodón, no se hacían oír. Su frágil voz apenas era un rumor perceptible. Por allá iba la pequeña, hacia la plaza, ofreciendo sus perdices y su liebre, cuando, de súbito, los dinámicos y acompasados cascos de un caballo sonaron con toda nitidez. Y aquel querubín enlutado escondió con premuras de urgencia el cestillo de su mercancía bajo el mantón de lana raída y deshilachada. Y es que aquella briosa estampa, cuya silueta apenas se podía vislumbrar recortada en la oscuridad, delataba, nada más y nada menos, que a uno de los guardas del señorito; cuando, en realidad, se trataba del que, en estos momentos, le está hablando. Sí, era un servidor de usted, que volvía de uno de nuestros cortijos. Pero, bueno, para el caso es igual. El detalle no tiene mayor importancia, si es que no es la de que yo pudiera observar en persona tan dramática escena.
Tan pronto como vi a la niña, pude adivinar, automáticamente, de qué iba la cosa, y entonces hice como que me perdía por una de aquellas callejuelas, en la que, por cierto, una pelotera de perros, que defendían a muerte su lujuria, enseñándose los dientes y carraspeando su rabia, persiguiendo a una perra ‘calentona’, fue a parar cerca de la niña, que la obligó a replegarse, recelosa, a la pared. El inesperado peligro pasó pronto, me refiero no al de la pelotera de perros lujuriosos, sino al de la presencia del supuesto guarda del señorito, y la voz de la chiquilla, dulce como un copo de nieve, volvió a sonar y, una vez más, apenas perceptible.
– ¿Me compra usted una collera de perdices…? ¿…y una liebre muy hermosa?
Afortunadamente, hoy las cosas han dado un vuelco tal, que, hasta esto que le termino de contar, bien pudiera parecer casi como un sentimental cuento infantil. Y es que la cacería, hoy, lejos de una necesidad, como lo fuera en aquellos antaños, sólo puede ser concebida como uno más de los muchos recreos de lujo, que el progreso le puede ofrecer al hombre moderno. Bajo este aspecto, el progreso ha sido totalmente positivo. Antes, como le digo, la cosa era totalmente distinta. Los grandes sacrificios que exigía la caza, entre otras cosas, por la falta de medios a todos los niveles, que hoy, precisamente, la hacen tan cómoda y afable, no podían ser concebidos si es que no eran materialmente exigidos por una gran necesidad o, como en mi caso y como excepción, por una desbordada y loca vocación.
Hoy, la necesidad de cazar de antaño, gracias a Dios, ha muerto. Así que… muerto el perro, se acabó la rabia. Le aclaro lo que quiero decirle con esto, y es que lo que yo quiero expresar es que el furtivismo hoy, no puede tener razón de ser, pues habiendo cambiado tan radicalmente las circunstancias que, en otrora, lo generaran y, por descontado, lo justificaran, hoy, esa atávica inclinación de este animal carnívoro, que se llama hombre, por desfasada e, incluso, por aberrada, solo puede ser un pecado que le degrada y le envilece.
Hoy sí, pero en aquellos entonces, no. Y discúlpeme el que me haga tan reiterativo. Ciertamente, que a aquellos mis maestros también les llamaban furtivos, pero creo que muy injustamente, ya que lo que se les debería haber llamado era lo que, realmente, eran: ‘cazadores primitivos’. Así de claro, puesto que como aquellos hombres de la Prehistoria, ellos también cazaban por la apremiante necesidad de sobrevivir. Igualito que muchos cazadores hoy, que, vestidos de ‘punto en blanco’, con los borceguíes impecables y las escopetas último modelo, no parece sino que, en vez de ir a patear los siempre abruptos y difíciles matorrales de la sierra, van a un jardín de bellas glorietas y polícromas rosaledas, a cazar ‘el conejo de la reina’.