Ya las mañanas se antojan algo frescas, incluso el cielo se permite amanecer cubierto de nieblas para después regalarnos tardes maravillosas. El campo hace amago de recuperar su verdor. Es Octubre…. ¡Qué ganas de tronchar monte!
Muchos todoterrenos… ladra un perro y se escucha la campanilla de otro al revolverse dentro del camión, la reunión de gente, vestida de tonos verdes y marrones, el olor del cuero engrasado, y también el olor de las migas y el café. Saludos y más saludos con aquellos que no vemos desde finales de la temporada pasada, y otros que tenemos el gusto, o no, de conocer en el momento.
Llevamos meses impacientes esperando este momento, este día, que hace que la noche anterior parezca eterna.
Es difícil describir lo que se siente, el nerviosismo de los días previos, esa cuenta atrás con el corazón encogido. A una servidora le falta dormir con los botos puestos y abrazada al rifle. Quedan más de 24 horas y ya lo tenemos todo listo: la ropa, el calzado, el sombrero, las armas, la munición, lo que vamos a llevar de taco, el tiempo meteorológico visto a cada segundo…
Vibramos con la emoción. Todo es perfecto, es ilusión esos primeros días… hasta que la insensatez humana hace acto de presencia y te planta un tiro a tres metros de los pies, o en el árbol de al lado, y hace que todos esos sentimientos de emoción se esfumen.
Es justo en ese momento, en el que el compañero del puesto de al lado grita, al sentir silbar las balas a escasos metros de su cuerpo, cuando el corazón se te sale del pecho y la impotencia se apodera de tus extremidades, que no responden. Y ya sólo recuerdas esa tierra que te salpicó a consecuencia del impacto de una bala. Y segundo después, tras perder el tono pálido fantasmagórico que tomó tu piel, piensas ‘’¿Y qué hago ahora? ¿Voy y le rompo el rifle en la crisma?’’… ya sólo estás deseando que llegue la hora de irte de allí.
Estamos de acuerdo en que la perfección humana no existe, nadie está exento de errar, cualquiera puede tener o provocar un accidente, pero también estamos de acuerdo que una cosa es tener un fallo y otra poner un arma en las manos de un ciego de ansiedad, que parece que va a cobrar él los beneficios de la carne que se venda. Es la imprudencia de las personas la que nos hace dudar de si vamos a disfrutar al campo o a pasar un día de auténtico miedo.
Y es que nada tiene que ver que tengas 50 años y se te haya ocurrido la maravillosa idea de ser ahora cazador, tengas 40 y lleves veinte años escopeteando, que estés tuerto o que estés falto de visión, si sabes que hacia dónde estás disparando hay compañeros. ¿Tiene perdón? Pues no lo sabemos… porque los hay que no piden ni disculpas.
Estamos de acuerdo, que a todos se nos pueden llenar los ojos ante un gran trofeo, pero… ¿cuántos somos los que pensamos antes en la seguridad que en el trofeo? ¿Cuántos pensamos, ‘’que se vaya… no lo puedo tirar porque…’’?
¿Es esa la diferencia entre un accidente y una imprudencia?
Pero para rematar… lo triste es que estas cosas ocurren también por abatir hembras. Pasándose estos ‘’ansia viva’’ las instrucciones de orgánicos y postores por el forro polar. Y presentando en junta, orgullosos, a la abuela de bambi, a la madre ¡y hasta al mismo bambi!
¡¡Señores cazadores, estamos locos!! ¡¡Qué es nuestra caza de años venideros!! Que las fincas abiertas no se pueden permitir esos lujos… porque pasan factura.
Todos hemos tirado, a veces, a las ciervas o a las gamas cuando se ha podido. A la cabeza de grupo probablemente, a la más vieja, para hacer las cosas bien hechas, todos los buenos cazadores hemos sentido la obligación de dejar cumplir la caza, la necesaria seguridad de enterrar una bala, la necesidad moral de no dejar a un animal herido y la mezcla de emoción y pena que se siente al abatir, como buenos amantes de todo lo que nos brinda el campo.
Me siento orgullosa de tener esos valores y mi conciencia suele viajar conmigo, de vuelta a casa, completamente tranquila.
Tranquila por dejar pasar a las crías pequeñas, que perfectamente puede ser un macho, y que van con su madre buscando el escape, aprendiendo para su futura supervivencia en estas situaciones. De dejar pasar a esos primales que dan vueltas y vueltas, desorientados, con tanto intruso y ajetreo en la sierra, en su casa. Quiero creer que hubo más monteros con valores definidos, que hicieron lo mismo que yo, cuando escuché reprocharme que porqué no tiraba a las gabatas… si total, si no las abatía yo, ya lo haría alguien de otro puesto u otra armada…
¡¡Y tanto que las iban a tirar!! La inconsciencia humana personificada disparaba, desde su atalaya, a todo lo que se movía, a todo lo que nosotros perdonábamos, ciervas, gabatas, gabatos, y hasta a un vareto, todo. Vaciaba el cargador en dirección a nuestro puesto al ver que nosotros les dejábamos ir, incluso cortaba la caza hasta a dos puestos más allá del suyo tirando al viso. Y carreras van y carreras viene en el puesto… aquello parecía la guerra…
Y la mejor solución dada: hacer la vista gorda.
Así nos va… ¡Qué impotencia!
Y es cuando el silencio vuelve a apoderarse del puesto, cuando quieres recordar los nervios emocionantes de los días anteriores, la ilusión de comenzar la jornada montera, de impregnarte del olor del monte… y lo único que te viene a la cabeza es: <<bendita pared de piedra la que tenemos delante>>. Y allí, cuerpo a tierra, esperas a que se pase la última hora de una montería.
Yo ni soy cazadora, ni soy escopetera, ni soy ecologista, ni soy nada, ni soy nadie… para juzgar el por qué los orgánicos no sancionan este tipo de cosas, por qué no se pasa un psicólogo antes de otorgar permisos y licencias o por qué no existe la obligación de ir acompañado el primer año de alguien con experiencia, para aconsejarles o para atarles las manos si es preciso… Pero con tanto loco suelto, hacen falta medidas.
¿O tienen que ocurrir las desgracias para que alguien haga algo?
Gracias JUVENEX, porque hacéis que tenga fe en que todo mejorará.