Hablar no cuesta dinero. Trasladar al papel, que lo aguanta todo, la verborrea inconsistente que los charlatanes quieren hacer pasar por serias ‘argumentaciones’, no es sino un paso más por el camino de la necedad, que agravia al sentido común y deja constancia de las mamarrachadas que un día algunos dijeron.
El populismo barato y demagógico –valga la redundancia– está de moda. La incultura, bien asentada en nuestra sociedad y la más bochornosa ignorancia, enraizadas con intensidad entre las gentes, son el perfecto caldo de cultivo para que vendedores de humo, visionarios, encantadores de serpientes y profetas falsarios puedan hacer su particular agosto arrastrando tras de sí, como hacía el ‘paisano de Hamelín’, a las necias muchedumbres en pos de un mundo tan irreal como imposible.
Los ecologistas de plató y pandereta, simples politólogos manipuladores de masas, se han empeñado en una cínica cruzada contra la caza y los cazadores. Su aversión por nuestra pasión les ha llevado a intentar colgarnos el protagonismo de todos los peligros que afectan a la sostenibilidad de la fauna salvaje y a la biodiversidad.
La radicalización de su ‘doctrina’, el sectarismo galopante con el que se manifiestan y actúan, les impide escuchar a nadie que no piense como ellos, ignorar alternativas distintas a las que defienden, despreciar evidencias si éstas no suman en su cuenta. Su incontestable ignorancia unida a un fanatismo repugnante, les convierte en peligrosos.
Hago referencia a ‘hechos’, como mejor cimiento para sustentar argumentos. Les voy a facilitar unos datos publicados reciente y respectivamente por el Department of Environmental Affairs (Departamento de Asuntos Medioambientales), de la República de Sudáfrica, el Ministry of Environment (Ministerio de Medioambiente), de Namibia y el Kenya Wildlife Service (Servicio de Vida Salvaje de Kenia).
En 1970 se empezó a promover oficialmente la caza con máxima intensidad en las concesiones y reservas privadas de Sudáfrica. En esa fecha, el número estimado de ‘cabezas’ de animales de caza era de unas 557.000, hoy el censo alcanza los 18 millones. En Namibia se estima que en los últimos 40 años, en los que la caza se ha extendido e incrementado por todo el país, la población cinegética se ha incrementado en un 210 %. En Kenia se prohibió la caza mayor en 1977, en 2012 sólo quedaba el 35% de los animales salvajes que entonces había. Hechos, opinables, no discutibles.
En España ha sucedido tres cuartos de lo mismo. Nunca como ahora recechos, monterías y aguardos han cosechado tanto éxito, en cantidad y calidad. Hay más reses que nunca, porque se caza más que nunca. Propietarios, gestores y cazadores invierten en lo que funciona. Resultados cinegéticos imposibles hace unas décadas, son hoy algo común. El monte goza de extraordinaria salud, las reses se multiplican y crecen hasta alcanzar trofeos de calidad incuestionable que baten nuevos records temporada tras temporada.
Sólo cuando se ponen trabas absurdas y antinaturales al sano y noble ejercicio de la caza vienen los problemas: exceso de lobos en el norte que arrasan cabañas ganaderas, o la sarna en rebecos, arruís y ahora también en las cabras, al haberse prohibido o limitado de modo caprichoso, absurdo o simplemente estúpido, la caza que, como especie, les daba la vida.
Lo que peor llevo en esa jungla casi imposible de las relaciones humanas es la incoherencia y la hipocresía, no puedo con ellas ni, claro, con las personas que las asumen como actitud.
En este asunto, del todo kafkiano, de ‘ecologistas’ –lo entrecomillo porque, la ‘casta verde’, estando a años luz de serlo, así se autodenominan– y cazadores, lo que me hace arder la sangre es, precisamente, eso: la incoherencia criminal de quien daña lo que dice querer proteger con tal de quitar la razón a su adversario y la perversa hipocresía de ser capaz de decir, a gritos, que lo que vemos blanco, porque lo es, es negro.
Alberto Núñez Seoane