Inspirada por ciertos acontecimientos que he observado últimamente, me decido, finalmente, a dejar de lado el tema estrella en estos días, la berrea, para intentar escribir un artículo que, quizá, para algunos resulte algo hiriente, pero… las verdades escuecen, queridos míos.
El mundo de la caza está repleto de imbéciles. Ahí dejo eso. El que quiera dejar de leer, puede hacerlo ahora mismo; el que quiera saber más, que se siente cómodo y empiece a pensar mientras lee.
Es la caza un deporte cuyo ejercicio, desde que esto dejó de ser un elemento de subsistencia y pasó a ser lo que hoy llamamos un hobby, ha correspondido a emperadores, nobles, reyes, familias adineradas y de la alta alcurnia. Hoy en día, como en todo, las cosas han cambiado y para muchos se han girado las tornas. Algunas grandes ‘dinastías’ de la caza nacional subsisten, a duras penas, intentando mantener como buenamente pueden esas maravillosisisisisisisisimas fincas que suscitan la envidia de muchos, por aquello de la tradición familiar y la tontería del aparentar. Precisamente. a ellos es a los que dirijo este artículo con un cariño especial.
No soy ningún tipo de defensora del pueblo ni una Robin Hood moderna, pero sí tengo una cosa de la que muchos carecen hoy en día: educación. Esa educación que engloba respeto, saber estar y saber ser. Muchos son los comentarios despectivos, desdeñosos y bastante hirientes que mis oídos han tenido que soportar, provenientes de individuos cazadores ‘de toda la vida’, dirigidos a personas que, como ellos o incluso más, aman este deporte por encima de todas las cosas y realizan auténticos esfuerzos para poder practicarlo con mayor o menor asiduidad.
¡Qué levante la mano quien no haya ido a una montería de las que llaman de mata cuelga! Quién no haya ahorrado meses para poder permitirse el rececho de una pieza… Quién no haya soñado con poder acudir a una de las grandes cacerías nacionales y, ahí amigos, es precisamente donde, estimo, se encuentra el problema. Lo nuestro es una afición cara, se mire por donde se mire. Con esto de la crisis, seguir cazando se ha convertido en un verdadero reto para muchos de nosotros y, si encima de que el sector anda de capa caída, nosotros mismos, en vez de tratarnos como iguales, nos segmentamos y diferenciamos por razón de clase social, apariencia, educación, apellido o vestimenta… yo, personalmente, digo: «¡Vaya tela!»
¿Qué pasa, señores? Que un cazador que no lleva corbata, americana con coderas, calzona, botas (preferiblemente hechas a medida en algún pueblo con tradición montera de Toledo), las reglamentarias medias de colores a juego con el jersey, pero que, posiblemente, haya hecho grandísimos esfuerzos por asistir a esa cacería… ¿merece que los ‘señoritos’ lo miren por encima del hombro? Qué error tan garrafal, qué alarde tan notorio de falta de categoría, qué ausencia tan notable de educación. Y, lo peor, que, en muchos casos, nadie tiene en cuenta que no es oro todo lo que reluce. Que, probablemente, aquél que viste de forma cómoda y calentita igual es inmensamente más poderoso, más feliz y más campero que muchos engominados de campo. ¡Ojo!, como siempre, hay excepciones en todos lados.
Personalmente, he tenido alguna que otra experiencia con este tipo de individuos y, os garantizo, que cada vez que lo pienso… me da la risa. Digo yo, ¿no sería más fácil demostrar algo de compañerismo, algo de unidad frente a las muchas adversidades a las que nos enfrentamos todos los cazadores hoy en día?
Comentarios como: «Ése es un tieso», «¿Montería de pueblo? Yo, paso», «Mira el rifle que lleva», «Arrendar cotos no pega con gente de grandes fincas» y un largo etcétera. Os prometo que los he oído y, sinceramente… vaya esfuerzos he tenido que hacer para no soltarle un mandoble a más de un ‘lamebaldosas’ de ésos.
Desde muy pequeña he tenido el privilegio de poder cazar en alguna de esas ‘grandes fincas nacionales’, pero, sinceramente, mi mayor satisfacción, el lugar de nuestra geografía donde mejor me encuentro, es en mi pequeño coto arrendado desde hace más de diecinueve años al pueblo. Las monterías más divertidas en las que he participado, curiosamente, han sido las que esa gente denomina de mata cuelga o de coto.
La decadencia, ya no sólo económica, sino moral y educacional de muchos de los miembros de la beautiful people de la caza… es un hecho. Y, es que, no hay mayor síntoma de saber estar, que aplicar el muy famoso «Donde fueres, haz lo que vieres». Gracias, papá, por haberme enseñado a comer en vajilla de Limoges con cubierto de plata y por haberme enseñado a destripar una cierva, por haberme inculcado que en este mundo nadie es menos por razón de su (dudosa) clase social, su vestimenta, su coche o sus propiedades. Gracias, por hacerme ver que el único síntoma de superioridad o inferioridad entre cazadores… lo da la inteligencia y es, precisamente, ésta, la que hace a la gente camaleónica a la que desde aquí aplaudo.
Yo, desde luego, prefiero calzarme las botas, ponerme el abrigo y comerme un bocadillo rodeada de buenos amigos en un coto de pueblo, que tener que soportar las necedades de un rebaño de descendientes de la pata del Cid, en fincas que algún día fueron símbolos de cierto esplendor y ahora sólo lo son de absurdos alardes y disputas familiares.
Qué gran verdad es esa de: «Dime de qué presumes y te diré de qué careces».