Por José Fernando Titos Alfaro
Creo que en algún momento, más o menos puntual, de la perorata que le vengo manteniendo, me habré dejado caer con lo de mi apasionada devoción por la escopeta. Pues sí, desde siempre fui un apasionado a la caza, en general, y muy en particular a las modalidades de ‘la cacería a rabo’ y a la de ‘la perdiz con reclamo’.
Apropósito, le he de confesar, asimismo, que esta mi afición la debí llevar siempre en la sangre, pues siendo un mocosillo aún, ya andaba yo detrás de los pajarillos, de higuera en higuera o de moral en moral, con la de aire comprimido. ¿Qué quiere usted que le diga…? Que con sólo diez o doce añitos, ya con una escopeta de verdad –una del ‘dieciséis’ que me regalara un tío carnal, hermano de mi madre, que me quería a perder –era yo capaz de afeitarle el bigote a un mosquito, que revoloteara en El Giraldillo que por si no lo sabe, le he de decir que es la veleta que corona –¡ahí es nada!– la impresionante Giralda de la Catedral de Sevilla.
No es extraño pues que, con tan temprano entrenamiento y con tanta afición, me hiciera un escopetero de primera y que, incluso, como tal, comenzara a correr mi fama por estos pagos cuando apenas me empezaba a apuntar el bigote. Le quiero decir que me conozco el mundillo de la escopeta como… ¿qué le digo yo…? Por lo pronto, le he de decir que no crea usted que el mundo de la cinegética es como ‘un huevo que se echa a freír’. Ni pensarlo siquiera. Esto, como todas las cosas que, en la vida tienen cierta entidad, requiere un adecuado nivel de en eso del saber y del entender. ¿Quién me iba a decir a mí que este mi saber cinegético, que de forma tan prematura comenzara a adquirir, me iba a servir para tanto ya al final de mis días…? Y es que la explotación de la caza de mis tierras, que desde hace ya algún tiempo me traigo entre manos, funciona de perlas, gracias, en gran parte, si es que no en todo, a que yo siempre fui un muy entendido cazador, pues de lo contrario, malos dedos hubiera tenido, para tocar este complicado piano de la explotación cinegética de mis, cada vez, más afamados cotos.
Al respecto, acude a mi recuerdo lo de mi padre, y que como en un inconfesable secreto, voy a tener los reaños de confidenciarle, y además –no lo dude– sin reticencias, sin mentiras y sin estafas.
Verá usted, mi padre fue durante toda su vida y en total contraposición a mí, bajo este concreto aspecto, el más acérrimo enemigo que la caza pudo y podrá tener jamás. Así como se lo digo. ¡Cuantos sofocones se llevó conmigo por esta causa! Menos mal que, por lo general, todo solía quedar en aguas de borrajas, puesto que él sabía muy bien que yo, a la hora de meter el hombro, allí estaba como una estaca y a la cabeza de los mejores.
Mi padre fue siempre un hombre terriblemente inflexible en eso de la rectitud, en lo del trabajo y en lo del ahorro. Un hombre que en sus doctrinas y pensamientos, era como de piñón fijo. Un hombre que, además, jamás se permitió un lujo. Nació para trabajar y para ahorrar. Cierto que él venía, tradicionalmente, de familia de terratenientes y de bastantes hallares. Los Retamales los heredó de su madre, y El Peñón de su padre, pero Los Ciruelos y Los Lobos se los ganó él, amarrando a la alcancía peseta tras peseta.
Él jamás cogió una escopeta ni en broma. Aún más, la odiaba a muerte. Entre otras cosas solía decir que grandes capitales se habían ido al garete por su culpa. Nunca jamás, por otra parte, permitió que un cazador entrara en sus tierras, y no precisamente por su endémica animadversión a la escopeta en sí, o porque le mataran un conejo, una perdiz o una liebre, ya que dicho sea de paso, ni en pintura quería ver ni a los unos ni a las otras, sino ante todo y sobre todo, porque tan celoso era de sus ganados y de sus sementeras, que no quería ni pensar que alguien, con la escopeta en las manos, le espantara una oveja, una yegua o un cerdo de su apacible careo, o, simplemente, le pisoteara sus labrantíos o pastizales.
Tanto era así, que nuestros cazaderos –fíjese bien, que le estoy diciendo ‘nuestros’, por la sencilla razón de que yo era uno más entre los demás cazadores del pueblo– pues bien, le iba a decir que nuestros cazaderos los teníamos que buscar por eso lejíos y como Dios nos daba a entender, por lo que, por lo general, cazábamos dónde y cuándo podíamos, más que dónde y cuándo debíamos. ¿Quiere usted creer que más de una vez, tuvimos que darle algún que otro ‘puntazo’, como furtivos, a los cortijos de mi propio padre…? ¿Me entiende, verdad? Le quiero decir que totalmente a sus espaldas, si bien era cierto también, que en inconfesable complicidad con los guardas, lógicamente, por mi parte.
¡Santo Dios, si el pobre levantara la cabeza y viera que, hoy, sus cortijos son lo que son, gracias a lo que él tan pertinazmente persiguió y odió! ¿Que sus campos hoy vivan precisamente de la explotación cinegética…? ¡Imposible de los imposibles que se lo pudiera creer! Es que ni le daría tiempo a pensarlo, porque caería fulminado como por un rayo, a las primeras de cambio.
Le estoy hablando de todo esto, entre otras cosas, para que no se me vaya a sorprender si le digo que mis primeros pasos –y no tan primeros– en esto de la cacería, los tuve que dar enrolándome como a hurtadillas con los cazadores de aquí, de nuestra aldea, que, por lo general, salían a cazar, más que por diversión, por pura y acuciante obligación, es decir, por estricta necesidad. Un tanto extraño en mí, ¿verdad?, pero real. Es patético lo que le voy a confesar, pero, más de una vez, alguno de aquellos cazadores me dijo, con una sinceridad que sangraba, que qué bonito debía ser cazar como yo lo hacía, sin ningún apremio y con el riñón cubierto.
Sí, señor periodista, para ellos la cacería les solía suponer mucho más sacrificio que diversión, por lo que los ratos que dedicaban a ella, los solían aprovechar al segundo, y es que, generalmente y mientras las fuerzas les aguantan, cazaban trotando. En fin, para que usted se dé una idea más exacta de cuanto le estoy diciendo, le voy a contar, en toda su cruda y hasta sangrante realidad, un caso que yo mismo pudiera vivir durante aquellos mis años de joven cazador.
Ese día iba yo con un tal Paquiyo, con un tal Juan Sartenes y con un tal Joseico, el Tijeras. ¡Vaya tres patas para un banco! ¡No eran nadie ‘sus señorías’ con la del doce en las manos! Terminábamos de coronar El Mencal –¡como el que no dice na, porque el cerrito de marras se las traía!– camino del cazadero, cuando empezó a clarear el día. Caminábamos por un caminillo de bestias –¿por dónde si no?– y, de pronto, Paquiyo y Juan Sartenes pensaron lo que pensaron, y se echaron fuera de la vereda, aunque a nuestro par, montando las escopetas por si las moscas. Y he aquí que, al poco, se le arranca a huevo una gitanona al Sartenes. Y éste, al parecer un tanto precipitadamente, se echó la escopeta a la cara y le ‘arreó candela’. Y que si tal y qué sé yo, total, que la liebre se le fue a criar. ¿Qué hace entonces el muy puñetero de Paquiyo…? Soltar una carcajada, adornada de cierta sorna. Sin malas entrañas, desde luego, pero el caso es que la soltó. Nunca lo hubiera hecho, porque Juan Sartenes, patéticamente descompuesto y con los ojos desencajados, se encaró la escopeta apuntando de lleno a tan inoportuno bromista, le gritó: «¡No te rías Paquiyo, por Dios y por su Santa Madre, que me cago en la madre que me parió, ya que detrás de esa liebre, va también el pan de mis hijos!».
Como es natural, rápidamente intervenimos El Tijeras y yo, y todo quedó, gracias a Dios, en una momentánea como tétrica amenaza. CyS