Avisa el refranero que «arrieros somos y en el camino nos encontraremos», pero no van por ahí los tiros, no. A ustedes no les he pedido ningún favor que hayan rehusado hacer, con lo que el refrán aquí pierde su sentido.
De acémilas y solípedos
Vengo a hablarles de otras cosas. De acémilas y solípedos. En ‘román paladino’, burros, mulas y caballos. Y, afinando un poco más el argumentario, de la tracción animal que ayuda a sacar las reses del monte siendo su amo, el arriero, quien las maneja o, como apunta la RAE, las trajina. Preciosa palabra en desuso. Porque, aunque a algunos les puedan parecer meras figuras decorativas de la montería, hoy en día, su labor aún resulta irremplazable en muchas manchas, por más que la mayoría de los caminos estén ya «alicatados hasta el techo».
La orografía y espesura vegetal en infinidad de sierras obliga a sacar las reses con bestias
Y es que la orografía y espesura vegetal en infinidad de sierras obliga a sacar las reses con bestias. No hay otra. Por ello, estas líneas son un modesto homenaje a uno de los oficios que aún perdura gracias a ese reducto de personas que lo mantiene vivo. De padres a hijos en la mayoría de casos y más por tradición que por negocio, al menos, hasta antaño.
Recuerdos
Frescos entre mis recuerdos están Jesús (‘Tazón’) y Serafín, de Luciana. Y también, Santi, de Fuencaliente.
Los dos primeros, gente aguerrida y ruda, salían del pueblo sobre las seis de la mañana hiciese viento, frío, lluvia o lo que cayese del cielo, porque por pronóstico, tan solo, lo que barruntaran. Era lo que había. Con ropa de pana e impermeables de plástico, sentados sobre una simple manta o albarda que suplía a la silla de montar, ahora al paso y en raras ocasiones, al trote, para recorrer los aproximadamente 20 km que les separaban de la mancha o finca a cazar, así me vienen a la memoria. Procuraban no cansar demasiado a los animales, dado el exigente día que tenían por delante, como aperitivo, las casi cinco horas que les llevaba cubrir el trayecto.
Cuando el caudal del río les permitía atajar por la vega del Guadiana, se les adivinaba en la distancia, cual vaqueros sacados de una película del Oeste, cabalgando por entre fresnos, encinas, taráis, olmos y espinos, delatados por las vaharadas de los animales entre la bruma del amanecer, por las bajas temperaturas. Había días que tenían la fortuna de llegar a tiempo de tomar un buen plato de migas y recomponer un poco el cuerpo, al calor de la más que segura lumbre.
Un oficio muy duro
Una mañana, me contaba Juanmi (hijo de ‘Tazón’), llegó a tener síntomas de congelación y, tras advertírselo a su padre, se tuvo que bajar del caballo y seguir el camino a pie para intentar entrar en calor.
En otra ocasión, volviendo de la finca El Campillo al pueblo, por la vega del río, tanto se cerró la niebla que su padre se perdió. Llevaba un rato corrigiendo a la yegua que se empeñaba en ir «por donde no era». Juanmi se dio cuenta que aún no habían cruzado un arroyo que irremediablemente debían pasar para aproximarse al vado por donde tenían que cruzar el río, pero alguna señal vio que le hizo pensar que iban en dirección contraria. Le costó convencer a su padre que dejase ir al percherón, que era el único que sabía el camino de vuelta. Finalmente llegaron a su casa de madrugada, gracias al instinto de sus animales.
Apostillaba Juanmi que le seguían sorprendiendo sus caballos porque, al salir del establo, parecían saber hasta qué finca se dirigían, aún de noche cerrada, enhebraban la puerta e ¡iban solos!
Tras la montería, emprendían el camino de regreso en la mayoría de las ocasiones ¡a oscuras y sin luz alguna!
Las cuerdas y los barrancos eran los destinos habituales de los arrieros. Y, o bien salían antes que las armadas o al compás de éstas, buscando el lugar que les habían ordenado ocupar en el monte, intentando no molestar a los puestos, si aquel quedaba en el interior de la mancha a batir. Aprovechaban el tiempo de la montería para comer y descansar un rato. De esta manera, en cuanto sonaban las caracolas a recogida, sin demora, comenzaban su labor.
Sacaban las reses del monte por entre jaras, chaparros, aulagas… enganchadas del garrón a algún camino principal, o bien las llevaban hasta la casa, según la finca decidiese. Terminado el trabajo, se batían en retirada, que los días en época de caza son más cortos que las noches, emprendiendo el camino de regreso en la mayoría de las ocasiones ¡a oscuras y sin luz alguna!
Un mal rato
En este oficio también había quien era espontáneo y no olvidaré el mal rato que pasé en mi primera experiencia con Serafín de protagonista. Tenía 19 años cuando cobré mi primer navajero en una armada hecha a mano, con el calabuezo. No superaba el ancho de un camino. El suelo quedó incólume, con las piedras que tuviera y con unos pitones de un palmo, fruto de la roza del monte original y hasta él llegó el citado arriero en busca de los dos jabalíes que abatí aquel día y que eran todo lo que había que sacar porque no había más.
A Serafín le pareció mejor idea atarlos de la pata trasera y llevarlos así, arrastras, hasta el camino de entrada a la mancha, golpeando el trofeo en cada una de las piedras de todo el trayecto, ¡qué era un pedregal! Ante mi desagrado con sus formas de transportarlo, me contestó con un sorprendente ¡¡¡bahhh, que no se rompen!!! ignorando mis súplicas y enfado. Aún no me explico la fortuna que tuve de que no se despuntaran las navajas. Si alguna vez les ocurre algo similar, ya saben, se ata por el hocico y en corto, evitando los golpes en navajas y amoladeras con cualquier piedra, y olvídense del garrón.
Fotograma entrañable de la montería: caballería y espolique desfilando por una estrecha trocha
Con paso firme y aliento inquebrantable, los arrieros recorrían y recorren exigentes sendas por pedrizas a veces mojadas (siempre peligrosas), enmontadas, grabadas en el instinto o memoria de los animales que las transitan, como decía. Fotograma entrañable de la montería: caballería y espolique desfilando por una estrecha trocha o camino ‘de herradura’ con la res atada en lo alto de la cabalgadura o siendo arrastrada por entre el monte, buscando acortar distancias, ganar tiempo y reducir esfuerzos. Singular estampa, descriptiva de lo que ha sido, es y ha de ser nuestra montería.
Arrieros son y nosotros, ¡qué lo sigamos viendo!
La mayoría de los días, sobrepasaba la media noche cuando se metían en la cama, tras jornadas interminables que hoy pocos podrían o estarían dispuestos a llevar a cabo.
Los tiempos, por fortuna, han ido cambiando y los vehículos todoterreno con remolques (VAN) han reducido y mucho la dureza del oficio. Los buenos caminos, en excesivo número excesivo, a veces, facilitan también el trabajo, pero este, el de los arrieros, continúa siendo necesario, vital en muchas de nuestras sierras.
Arrieros son y nosotros, ¡qué lo sigamos viendo! No vaya a suceder como con casi todas esas cosas que tomamos como normales e imperecederas que, un buen día, desaparecen.
Arrieros, por Ángel Luis Casado Molina
Fotografías: Adolfo Sanz Rueda
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