Años de la posguerra y algún que otro lustro más.
Desde las sierras de Viso del Marqués los perreros atravesaban La Mancha ¡andando! para llevar sus rehalas hasta las estribaciones de los Montes de Toledo. Buscaban las manchas de El Gargantón, El Casarejo, Las Arripas…, del municipio de Piedrabuena, yendo por caminos y veredas cuando las había y, si no, campo a través, trasponiendo sierras para acortar distancias. Las bestias quedaban para cargar las provisiones: sartenes, comida, aceite, agua, vino y resto de archiperres del itinerante rancho de subsistencia.
Con tiempo salían, porque quizás, tiempo, era lo que más tenían
Un día otoñal cualquiera, cuajado de niebla, con la escarcha blanqueando el campo en desigual manera debido al viento, los perros marchaban acollarados con mosquetones enlazados entre sí por dos o tres eslabones. El perrero formaba las colleras eligiendo cada par desde el equilibrio que dan la jerarquía, el sexo, la edad o el carácter con el fin de guiarlos mejor y evitar grescas seguras.
Caminaban buscando los vados de arroyos y ríos, los pasos de la sierra que, una vez aprendidos, en la memoria quedaban para el resto de sus vidas. Con tiempo salían, porque quizás, tiempo, era lo que más tenían. Por caminos estrechos y sin cunetas, embarrados, con lagunas de agua, esas gentes hacían el viaje durante varios días cargados con todos lo avíos bajo la inclemencia del tiempo. Y, a pesar del esfuerzo hecho en la travesía, aún les quedaban arrestos para adentrarse en el monte y batir las manchas de cabo a rabo cuando por fin las alcanzaban. Me pregunto cuántos cazadores hoy lo seríamos en aquellas condiciones.
Todos revueltos: cazadores, perreros y ayudantes
Las jornadas eran intensas, desde antes del amanecer hasta el regreso bajo las estrellas, llevando en el estómago, en la mayoría de las ocasiones, tan sólo unas migas mañaneras. Solían cenar cocido y tras él les esperaba el suelo para dormir sobre sacos o montones de paja, todos revueltos: cazadores, perreros y ayudantes, donde sobraban pulgas y escaseaba la higiene. Únicamente la afición mantenía a estos hombres tres, cuatro y cinco días seguidos monteando por las sierras perdidas de Dios en condiciones tan duras.
Algunos dirán que eran tiempos de señoritos de relucientes zahones, pero por encima de linajes o abolengos, justo es reconocer que eran todos unos valientes dispuestos a pasar penurias, incomodidades y fracasos.
Caballeros de la intemperie
Tiempos en que la caracola, a aquellos Caballeros de la intemperie, como les llamó Francisco García Sánchez en su libro ‘Relatos de Montería’, les debió sonar a música celestial, a pesar de tener que llegar por trochas y veredas, andando o en caballerías, para cerrar la mancha y cortar las querenciosas huidas, allá en la cuerda o en el más abrupto de los barrancos.
Olvidar de dónde venimos sería equivocar el camino.