Casi humeante aún enfundo el rifle mientras escucho, solo en el recuerdo, las caracolas cantando a recogida en un día de sol otoñal, de los que ponen el monte de gala sacándole los colores tras una noche de lluvia, como las de antes.
Guardo las balas en la canana y recojo el casquillo perdido entre la hierba. Y vuelvo a mirar el jabalí que yace en la pradera, a la vera de un recién nacido Resoba. Me recreo porque no hay prisas que aticen ni el frío ni la lluvia, ni tampoco el reloj; ¡para una vez! Además, me lo pide el cuerpo y obedezco porque el relajamiento tras el lance logrado llega sin que lo llames. Lo repaso de nuevo, es un sinfín metido en mi cabeza y no dejo de concluir, una y otra vez, ¡lo asombrosa que es la caza!
Una jornada muy entretenida
En una jornada muy entretenida desde el inicio, mi armada era el cierre que bordea el bosque de robles y pinos junto a los verdes prados que llegan hasta el río Resoba. Por entre la espesura de los árboles desfilaron un grupo de ciervas o venadas, cinco o seis, descendiendo de manera sesgada la ladera, por la trocha que marca la salida del monte, con la veterana al frente y el resto, tras ella, en fila india. Cuando llegaron a mi altura me vio la maestra y tiró del grupo de nuevo hacia arriba.
Un tiempo después cruzó por la parte más alta un animal a la carrera y supuse que era un jabalí; no tardaron mucho los perros en pasar (a estos los intuí gracias a las manchas blancas de su pelaje), repitiendo el camino del cochino que no alcancé a ver. Pronto escuchamos como apretaban el gatillo los puestos de La Vaguadona, que andarían tres o cuatro posturas anteriores a la mía, cortando la ladera de abajo a arriba.
Pasado un buen rato, por los mismos pasos, volvió a cruzar otro jabalí que tampoco alcancé a ver. Debió tomar dirección a la mesa donde en su día hubo un aeródromo y hoy es un brezal vigoroso. Un año, desde lo alto del tejado de la caseta «a pie de pista», nuestro amigo Gelo, despachó con soltura un jabalí que, seguramente, marcaba los mismos pasos que pudiera haber llevado este. ¿Lo harán por instinto, por la configuración del terreno? ¡Qué sé yo! Lo cierto es que los repiten sin que hayan sido testigos los unos de los otros.
Un venado entre los robles
Entretenido pasaba la mañana y llegado el mediodía, por mi espalda, al otro lado del río, vi correr un venado por medio de los robles. Era en la mancha lindera, dentro ya de la Reserva Regional de Caza de Fuentes Carrionas.
No pasó mucho tiempo cuando otro más, pero en mi dirección, se descolgaba a la carrera, cruzando el río y quedándose quieto al asomar, tras subir del cauce a los prados. Me vio, pero quedarme inmóvil, aunque le hiciera dudar allí plantao, no le hizo desconfiar del todo y terminó por echar a trotar buscando el bosque al que yo andaba pegado. Le seguí los pasos sin moverme, con él metido en la retícula; era joven, pero con diez puntas muy parejas y bien formadas. Prometía. Y, cuando alcanzaba prácticamente los robles, debió cortar el aire del puesto contiguo porque dio un rabotazo hacia atrás, volviendo por sus pasos, cruzando el río de nuevo, perdiéndose en el robledal de donde vino.
Y esto, que aparentemente no tenía importancia, después, en mi opinión, la tuvo. Sigan leyendo.
El indio era inocente, el arco culpable, ¿o no?
Por la emisora llegó el aviso de Juanjo de ir recogiendo, que aquello tocaba a su fin. Y, la verdad, que como llevaba días con la mosca en la oreja de que el rifle podía no andar fino desde que se me cayera en el hayedo, el día que me entró el oso…, y luego fallé un jabalí igual que lo pude haber cobrado…, y días después le partí las manos a una buena jabalina en un primer tiro a seis metros fallando inexplicablemente el segundo… pues, con todo lo rumiado, decía, llegué a la conclusión de que el indio era inocente y el arco no valía un pimiento. Lo habitual.
Por eso, al oír que la batida se daba por terminada, se me ocurrió que el entorno era ideal para pegar un tiro sobre la ladera de enfrente y dejarlo enterrado a menos de 150 metros, sin comprometer a nadie y comprobar, si pegaba o no donde debía. Así que, agarré el teléfono y llamé al capitán de la cacería para advertirle de mi disparo y sus razones.
–¿Juanjo?
–Dime.
–Juanjo, voy a pegar un tiro…
Una probatura asombrosa
Hasta ahí llegaron mis palabras, en ese momento tiré el teléfono al suelo para poder descolgarme el rifle del hombro mientras iba poniendo la rodilla en tierra porque vi, por los pasos del segundo venado, un jabalí que debió entretenerse en darse un baño porque llegaba mojado, asomando a los prados, frente a mí. ¡Hay que ver cómo suceden las cosas! Aquí debió de haber una mano divina que escuchó la conversación y dijo: «¿necesitas un blanco?, pues aquí tienes uno, pero negro».
Metí cinco aumentos y le puse la cruz delanterilla, iba con la boca abierta (como el oso) con lo que vendría de lejos, seguramente haciendo la C, como dicen mis amigos en estos lares. Desde el levante la van describiendo en su viaje para volver al lugar del encame de nuevo. ¡Cuánto no andarán estos valientes! O como dice Mariano Aguayo, «estos alegres insensatos».
Apreté el gatillo y quedó el jabalí en el sitio, dándole la vuelta a mi teoría y dejando claro, una vez más, que los gazapos suelen ser cosa de los indios, no de los arcos ni de las flechas.
Rápido busqué el teléfono para contarle a Juanjo cómo había ido la probatura, entre risas de alegría y de asombro –míos y suyos– con lo que le iba contando y que pudo escuchar perfectamente al no haber colgado el teléfono.
La supuesta prueba, tan breve como asombrosa.
¡Hay que ver qué cosas tiene la caza!
Por Ángel Luis Casado Molina
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