Desde el encame, con parsimonia, levanta el hocico al viento y orienta las orejas intentando escudriñar cómo está el campo, si libre o no, de peligros. Toca ponerse en marcha bajo la luz aún incipiente de las estrellas, sin bajar la guardia, pero con la complicidad de la oscuridad y el silencio de la noche.
El rumor del alborozo de una piara le llega lejano, confirmando que el monte sigue en calma. Desafiando las leyes no escritas de la rutina inicia el peregrinar, un día más, otra noche más, en busca de todo aquello que mitigue el hambre o de un festín que casi nunca llega. A ver cómo se da.
El viento arrastra los ladridos cansinos del mastín atado junto a la puerta de la casa, señal de que, hasta los hábitos cotidianos, se mantienen. Todo parece igual que ayer, que las noches anteriores y, sin embargo, confianzas las justas.
La puerta del viejo landrover sonó con el motor en marcha, aunque se fue apagando en la distancia, dejando atrás y encendida, la triste luz de una bombilla –santo y seña de la sencilla casa del guarda– colgada del negro horizonte, como una estrella perdida.
Su vida es puro recelo
Va camino de la baña, buscando el barro que lo arrope del frío y apague el rastro que deja tras de sí. En su deambular voltea algunos cantos intentando rebañar pequeños invertebrados, aperitivo de mejores platos que habrán de llegar, o no.
Alcanzada la baña de la solana rompe la fina escarcha. Se tumba rebozándose hasta conseguir que la arcilla penetre entre las cerdas, cosiéndolas, para protegerse de las bajas temperaturas y de los parásitos que se hospedan en la piel. Entretanto, el hocico no deja de beber en el aire porque su vida es puro recelo.
En el viaje se cruza con la piara. Quizás haya buscado el encuentro con la madre de sus hijos, pero mantiene unos metros de distancia con el grupo y pasa de largo de los granos de maíz que provocan la fiesta, la algarabía de los primales en el comedero. Esta vez su rumbo es otro porque la hembra aún no está en celo, se lo dijo el viento.
En lo más alto un lucero reluce
El campo brilla con la helada que impenitente sigue cayendo en una noche de cielo estrellado que pareciera su espejo. En lo más alto un lucero reluce. Sobre el terreno, otro sortea jaras, camino del sustento, blanqueándole por momentos la manta de arcilla que lleva encima. ¡Aprieta el frío en las noches de enero!
Por un sucio lindazo marchaba, casi al filo de la siembra, cuando tuvo noticias del aguardista que andaba tras sus huellas, a quien el aire traicionó y delató a tiempo. Esta vez le acompañó la suerte. Mañana, veremos.
Torció su ruta para alcanzar el mismo destino de las últimas noches y llegar al espolón de monte donde queda la encina con las mejores bellotas de toda la sierra. Se entrega porque está a cubierto. Las fuertes rachas de viento de la mañana dejaron una solera que aprovecha sin prisa. Se siente seguro, dueño y señor del banquete.
El desarrollo trajo al Hombre algunos ‘adelantos’ que logran delatarle
Pero el desarrollo trajo al Hombre algunos ‘adelantos’ que logran delatarle, aún en la espesura de los chaparros y a pesar de estar la noche como ‘boca de lobo’. Desde la calma de un buen apoyo crujió el estallido del disparo rompiendo el silencio…, de madrugada.
Tras la arrancada quebró la carrera desapareciendo como un viejo galeón bajo la tormenta. Entre jaras y brezos quedó, allá, en el fondo del barranco.
En lo alto brilla el lucero, testigo de andanzas y vida que entregó, incansable, un guerrero.
Brilla un lucero, por Ángel Luis Casado Molina
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