Vaya revuelo se está organizando estos días en torno a la caza y las armas. Son ya muchos los artículos, declaraciones y afirmaciones de gente que no ha pisado el campo en su vida, ni ha sujetado una mera carabina entre sus manos, en los que se acusa a los cazadores de desdeñar la crisis económica tan tremenda, que desgraciadamente está actualmente presente en la vida de todos nosotros (entre otras cosas).
Hoy estaba tomándome un café y leyendo los periódicos online y no he podido más que sentir cierta vergüenza ajena de aquellos que sentencian con ignorancia. He leído miles de chistes sobre Su Majestad y la caza, o sobre el horroroso y negligente accidente que ha sufrido Froilán; al menos una docena de artículos de ‘reputadísimos’ periodistas, en los que dándose ínfulas de grandes conocedores del mundo cinegético, se permiten criticar, ningunear y reprochar a los cazadores y la caza.
Bien es cierto que ni soy periodista, ni mi trato con la Familia Real es tal, como para poder permitirme el lujo de hablar de ellos de la forma en que muchos lo hacen; pero a todos los que estos días han hablado en detrimento de la caza me permito contestarles con unas breves palabras.
Antes de que en este país se decidiera legislar hasta límites exagerados, antes de que cada movimiento que diésemos estuviera posiblemente tipificado en algún código o reglamento, mucho antes de todo eso la caza ya existía, y con ella inevitablemente el uso de armas de fuego. ¡Claro que había chiquillos de 12 y 13 años que, acompañados de sus padres, abuelos o tutores se iniciaban en el uso y manejo de las mismas!, como debe ser, para poder hacerlo correctamente en un futuro. Entonces, también había accidentes y nadie se escandalizaba ni llamaban a los guardias civiles para que ese padre o abuelo negligente declarase y se instruyesen minuciosamente los hechos. No, eso no pasaba.
Un día llego un ‘iluminado’ y decidió a su mejor o peor criterio que la edad para poder usar armas de forma legal era la de 14 años. A partir de ahí, un chico que acompañado de su padre, en una finca de recreo, a pocos meses de cumplir la «edad establecida», sufre un accidente mientras aprende a manejar una escopeta de calibre pequeño, es una atrocidad merecedora de ser sometida a la opinión y el escarnio públicos.
Sinceramente, me da la risa. Ya habrá aprendido el bueno de Froilán que con las armas hay que andarse con ojo, que como decía mi abuela «las carga el demonio». Suficiente lección aparejada al consabido susto del interfecto ¿No creen?
Con todo ello, y por si las aguas no estaban suficientemente turbias, el abuelo del chiquillo accidentado se rompe una cadera en una cacería de elefantes a la que ha sido invitado, porque da la casualidad que el abuelo es el Rey de España. Revuelo de masas, opiniones por doquier, versiones para todos los gustos, ecos de sociedad, ríos de tinta al respecto… para acabar como siempre: azotando sesgadamente, que no de frente, a los cazadores y a la caza.
«Claro, como les da igual la crisis porque los cazadores son ricos….» Por Dios, la cantidad de sandeces que hay que leer y escuchar. ¿Cuántos cazadores se han visto obligados a dejar de lado su afición por tener graves problemas económicos? Por desgracia, yo conozco varios que han tenido que hacerlo, pero a esos no les quita el amor al campo ni la crisis, ni un batallón de metomentodos ignorantes.
A todos aquellos que se rasgan las vestiduras hablando del binomio caza-crisis y que se permiten tacharnos de insensibles al panorama económico nacional, les digo que, por mucho que les pese, la caza en España mueve miles de millones de euros al año, supone la forma de ganarse la vida de muchas familias e incluso de pueblos enteros a lo ancho y largo de nuestra geografía, y Su Majestad en ese aspecto es un gran embajador y un magnífico reclamo para el turismo cinegético.
En fin, como a lo largo de nuestra vida nos tocará lidiar con muchos sabelotodo, mejor aplicar ese acertadísimo refrán castellano que dice: «a palabras necias, oídos sordos».