Campeando Esperas Relatos

El cochino imposible, por Ernesto Navarrete

El cochino imposible
El cochino imposible.

Es casi mediodía y el sol aprieta sin piedad tostando mis antebrazos y manos que cada vez las veo con más arrugas y pliegues propios de una edad que enseña debilidades. El cochino imposible

Los arañazos producidos por los cañamones de unas jaras ariscas y resecas dibujan heridas en mis brazos, al igual que las mataduras de la semana pasada esbozan cráteres sonrosados en una piel que tiene ya la sangre muy por los adentros.

Varios meses tras el macareno El cochino imposible

Camino lento leyendo el campo, estoy solo y no son horas de campeo, pero la batalla que libro, con lo que creo es un gran cochino, no me permite descanso y mucho menos en abierto donde el cometer un fallo obliga a olvidarte de tu enemigo hasta sabe Dios cuando.

Son ya varios meses los que llevo siguiendo a este macareno y sólo lo llegué a sentir una vez.

Da pocas señas y lo más característico es su chita que es grande y abierta con unas uñas anchas que clavan muy separadas de sus pezuñas.

Dos cochinas con sus bermejos El cochino imposible

Esa noche le esperaba en el abrigo de un terraplén que el camino hacía en una curva que asomaba a un barranquete en cuyo fondo había puesto el comedero. Era una postura incómoda porque lo profundo del barranco abrigaba mucha sombra y la luna no llegaba bien al tiradero, por el contrario, eso mismo hacía que las bestias entraran confiadas y la plaza del comedero estaba toda barrida y pateada mostrando de vez en cuando la huella de mi deseo.

Esa noche me puse temprano, como a mí me gusta, y dejé que la luz jugara conmigo cambiándome los colores del campo cada vez que el astro perdía uno de sus rayos.

Disfruté de ese tiempo y cuando ya la luna reinaba baja entraron dos cochinas con sus bermejos.

Los pequeños, con poca experiencia de vida, entraron primero mientras sus madres tardaron un poco más acomodándose en esa tranquilidad que da una noche apacible, sin aire ni amenazas. Ninguno de ellos mostraba síntomas de alerta y se tiraron más de una hora sin levantar la cabeza de esa alfombra pulverulenta de arena y maíz.

Por mi parte disfrutaba desde mi balcón gemeleando y bebiéndome las imágenes que me enseñaban a conocer mejor a estas bestias.

Ya había intuido de qué madre era cada marranchón, así como me habían enseñado las entradas y salidas del comedero apuntando en mi memoria los pasiles más querenciosos para cuando los aires nos cambien el paso poder modificar sin mucho trasteo el punto de espera.

Como digo, pasó más de la hora hasta que las cochinas y sus rastras carearon barranco arriba volviendo el negro silencio de la noche.

La luna perdía altura terciándose hacia su cuna de manera que el comedero dejaba de estar bañado por ella ganando las sombras espacio y negrura.

Leyendo la noche El cochino imposible

Yo, envuelto en la sombra que me regala la encina de la cuneta, continúo leyendo la noche sintiéndome el rey de este mundo.

Pasaría una hora más sin tener atisbo de vida, mientras que el aire se había despertado un poco haciéndome sentir el fresco, cuando vuelvo a escuchar un tarameo discreto que ahora bajaba del barranco.

Esta es la mía, pensé, mientras me preparaba el arma y el cuerpo para celebrar un lance propio de una espera de luna.

Primero apareció en plaza una cochina sola y observo entonces que la luz de la que dispongo es ahora ínfima costándome entreverla. Se pone a comer mientras con el oído reconozco más comensales que continúan bajando barranco abajo.

Todos mis sentidos se concentran en poder reconocer la figura de la cochina para habituar mi vista a meter la cruz en el codillo de la bestia y ya veo que no me resultará fácil. Estando con estos ensayos sigo oyendo más jaleo y espero confiado que vayan entrando en plaza.

Al momento aparece un marranchón que echa por tierra mis esperanzas y me hace pensar que es la piara de antes. Poco a poco aparece la otra cochina con su cría y vuelve a repetirse la escena de hacía casi dos horas.

Persigo con la lente el comportamiento de los cuatro y aún con poca luz sí percibo que en esta ocasión el comportamiento del grupo no es exactamente el mismo.

Las cochinas están más inquietas y levantan continuamente sus cabezotas con esas orejonas tiesas como las de las ciervas mientras que los bermejos están más inquietos y corretean sin apenas comer.

Una sorpresa de oído El cochino imposible

Dejo que el tiempo me regale alguna sorpresa y ésta me la trae el oído. Como la piara está en la misma plaza del comedero y éste está barrido del pateo, no hacen ruido ninguno, sin embargo, un tarameo sutil y algo repetido me eriza los pelos de la espalda despertando mis ansias.

¡Hay alguien más aquí!, pienso con firmeza.

Las cochinas miran y remiran hacía sus espaldas mientras que los marranchones andurrean nerviosos entre bocado y bocado.

Yo barro las sombras del barranco con el visor en busca del autor de ese nerviosismo, pero todo está negro y solo distingo por el ruido que la bestia está allí.

Castañeo insultante El cochino imposible

La luna está ya muy caída y las sombras del barranco me conceden poca luz distinguiendo malamente a las cochinas cuando de repente un castañeo de dientes me revela que la bestia está en la plaza y comiéndose el maíz. Es un masticar pausado y contundente como el de un martillo contra su yunque que me eriza nuevamente el alma, es un castañeo insultante que llena toda la noche y creo sonaría por toda la sierra.

Por mi parte, nervioso, miro y remiro por toda la sombra intentando distinguir al verraco, pero no soy capaz de alcanzar a ver si quiera las cochinas.

En estas estaba cuando un ramalazo de aire detiene el mastiqueo del cochino y el silencio lo inunda todo.

Yo me quedo petrificado y lamentando que esta ráfaga de aire que me había entrado por detrás no diera al traste con todo.

Estoy tenso como un tambor, todos mis músculos, brazos y piernas, hombros y cuello, todo está tenso mientras mi mente azuza al aire para que no revoque más y volvamos al asunto, pero a este silencio le acompaña un tarameo cierto y decidido que, sin bufidos ni aspavientos, toma dirección barranco abajo donde anida la sombra y mi fracaso.

Sueños y aromas de campo El cochino imposible

Así me sacó este verraco que como digo solo llegué a ‘sentir’ ni tan siquiera lo vi.

Al día siguiente volví a releer el campo recordando cada paso de las cochinas y del fantasma. Allí fue donde vi su chita por vez primera marcando como un becerro.

Este cochino encama lo más seguro que en los adelfares del rivero casi pegando al río y carea de noche, pero no subiéndose mucho para no mostrarse, es cochino viejo y debe hacer bulto así que por ello se deja ver poco.

Intento pensar como él y en cada asomada a los riveros intuyo cuál será su encame y cuales sus trochas para subirse a las siembras.

Miro bien los pasiles y las gateras, pero la existencia de ganado en la finca da como resultado veredas muy pisadas y huellas repisadas que esconden el paso de mi cochino.

Me detengo ante los rodales de margaritas donde les gusta frotarse y tomar ese aroma a regaliz, repaso rascaderos y barreaderos encontrando sólo su calor y mi sudor.

Me vuelvo a casa lleno de sueños y aromas de campo, otra vez con nuevas heridas en manos y brazos, así como el polvillo que regalan los sacos de maíz y cebada que se entremezclan con el polvo que revolotea alrededor de uno de tanto abrir y cerrar el portón del coche cada vez que recebas los comederos.

¡Ya tendremos otra oportunidad!, exclamo con cierta ventura.

Unas semanas después… El cochino imposible

Pasaron unas semanas hasta que pude de nuevo preparar otra noche.

Esta vez me puse más temprano ya que los trompeteos a los hormigueros que había visto por la mañana indicaban que el hambre azuza y puede que los cochinos se muevan ahora más pronto.

Pobres hormigas que se llevan arrimando semillas a sus hormigueros todo el año y una vez que se abren en verano llegan los marranos y los destrozan robándoles la cosecha. En fin, en esto de la vida cada uno tiene su lugar.

En esta ocasión el comedero estaba a media costana en un claro que hace el monte y que al abrigo de una encinina de pequeño porte tenía colocadas las piedras que escondían el condumio de las bestias.

El puesto de espera estaba en la ladera de enfrente de forma que podía entrar por su espalda asomándome muy poco a la costana y ocupando el puesto sin casi ensuciarlo.

En esta ocasión la luna estaba de creciente adelantada y la imagen era un primor, toda la costana era un manto plateado salpicado de las sombras de las copas de las encinas mientras que el cebadero era una mancha blanca ceniza del pasto casi rubia.

Las bestias tendrían que subir rivero arriba ya que las marcas en el comedero indicaban esa querencia.

El aire venía subiendo del rivero también y estaba firme, tanto que el aroma de la mata de tomillo salsero de mi derecha me llegaba endulzándome la noche.

El cochino imposible

El cochino grande se queda quieto mirándome fijo El cochino imposible

Se hicieron de rogar los primeros trasteos que me llegaban del fondo del barranco que lograron ponerme tenso, sentía el gatear de la vereda mientras con los prismáticos buscaba con avaricia el movimiento de las sombras que me anunciaran el lance.

El tarameo se paraba a veces en tramos de largos silencios para luego percibirse livianamente más cerca, poco a poco la caza me entraba en plaza.

En una de esas por fin consigo verlos, esperaba encontrarme una sombra negra como el carbón y lo que vi fue dos manchas plateadas con sus orejonas sombreando sobre sus cabezas, el primero era de mediano porte, pero el de atrás era un buen marrano, ¡¡era mi verraco!!

Estarían a unos doscientos metros y subían lentos costana arriba hacia el comedero.

En una de sus paradas veo como el cochino grande, que iba detrás, se queda quieto mirándome fijo. Yo, escondido en mis prismáticos, ni me muevo, pero su fijeza de mirada hacia mí me hace dudar de si me ha visto o no. Conocedor de la mala vista de estos animales no le doy más importancia, aunque esa fijeza en mí ablanda mi seguridad y continúo petrificado sin mover un músculo.

Al rato el escudero reinicia el ascenso y arrastra al cochino que vuelve a retomar el careo haciendo desaparecer mis dudas.

Paradas de viento y oreja El cochino imposible

Poco a poco resubían el rivero acortando distancias haciendo paradas en las sombras de las encinas, son paradas de viento y oreja, pensé acertadamente.

Yo, aún con los gemelos en los ojos, no tenía ni intención de coger el rifle, quería cazar con la vista todo lo que pudiera, llevaba varios meses detrás de este cochino y quería beberme el lance hasta el último momento.

El cochino grande balanceaba los jamones a cada tranco en un vaivén sinuoso que me engolosinaba el ansia, el escudero tenía un tranco más de ibérico y era más fino de tabla que el verraco de detrás.

Lo que sí se marcaba era la teja que por trompa tenía el verraco, no sé si era verdad o eran mis ansias, pero le notaba una teja ancha por hocico que marcaba diferencia respecto a su escudero.

En la subida se acercaron ya al claro donde se ubicaba el cebadero y tras otra larga espera se arrancó el escudero saliendo a lo limpio.

Yo ya había cambiado la lente por el rifle y seguí al machete con la cruz haciéndole puntería repetidamente como entreno a la espera del verraco. Le apuntaba y en seguida metía la cruz al inicio del claro por donde esperaba la entrada en plaza de mi objetivo, pero este no llegaba.

¿Sería verdad que el cochino me vio a doscientos metros? El cochino imposible

El machete ya estaba comiendo en plena plaza del cebadero mientras yo iba y venía con la cruz del cochinete a la linde y de la linde al cochinete esperando la entrada de mi verraco.

Empecé a dudar de si de verdad había visto subir dos cochinos en vez de uno solo y me pellizcaba la mente pidiéndome tranquilidad.

De nuevo rebrotó en mi mente la posibilidad de que el verraco me hubiera visto al ascender por la costana. ¿Sería verdad que el cochino me vio a doscientos metros? ¿Me habrá sacado con la vista?

Pensé entonces con frialdad y decidí centrarme en el escudero y recrearme con él ya que todo estaba a mi favor, el escudero comiendo, el aire muy bien y la luz perfecta.

¡Paciencia!, me impuse.

El objetivo de mi insomnio careaba astuto El cochino imposible

El escudero comía maíz a conciencia mientras yo le veía como resoplaba para limpiar de polvo el suelo a la misma vez que comía los granos dándole al cebadero ese lustre de ‘barrido’ tan característico cuando están tomados.

Del mismo modo que el escudero comía tranquilo, yo, de vez en cuando, arrimaba el visor a las lindes del claro esperando la salida del cochinazo.

En una de esas lides pude verle, fue un rasponazo de tiempo, el cochino se había subido algo por la costana de manera que sorteaba el cebadero por su parte alta y por ese lado entre las encinas que lo bordeaban y las sombras de las mismas no tendría ocasión de arrimarle un recado.

Pensé y pensé, ¡si éste no entra al comedero este cochino se me va!

El verraco nuevamente se me tapó por detrás de una copa de una encina continuando su ascenso por la costana por encima del cebadero, en lo que a todas luces indicaba que no iba a entrar a comer.

El ruido no me ayudaba nada ya que apenas tronchaba leña a su paso y poco a poco el verraco iba superando la zona del comedero.

Me quedé con un palmo de narices viendo como el escudero seguía masticando lo suyo y lo de su compañero mientras que el objetivo de mi insomnio careaba astuto envuelto entre sombras y audacia.

El cochino supo de mí en aquel momento de su fijeza de mirada El cochino imposible

Bajé el rifle y volví con los prismáticos a cazar de vista, no me creía lo que me estaba pasando que no era otra cosa que vivir la astucia de los buenos macarenos.

Llegué a verlo de nuevo ya muy arriba y sólo sus cuartos traseros con sus buenas tormas y su balanceo flemático.

En estas, el escudero dejó su pitanza y poco a poco como si de una llamada se tratara enfiló a buen paso la subida en busca de su compañera protección.

Bajé las lentes con ánimo de derrota y creció en mí la firmeza de que el cochino supo de mí en aquel momento de su fijeza de mirada, aunque estuviera a más de doscientos metros de distancia.

Creo firmemente que dejó cumplir a su escudero esperando una detonación que no llegó y su talento y audacia le permite hoy seguir padreando por esas sierras de Dios.

Con el ánimo que te da la derrota y el alma llena de emociones por la caza vivida, me levanté del puesto diciéndole «¡Espero que nos sigamos viendo verraco, hoy nos hemos conocido un poco más!».

El cochino imposible Un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer

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