Por Enrique Jiménez. Fotografías: Antonio Mata
Recibí una llamada de mi amigo Pepe Recio. Me invitaba a participar en un rececho de muflón, en El Pimpollar, en el que iba a participar el maestro Juan Antonio Ruiz, Espartaco, que era el que, en última instancia, abatiría la pieza.
Agradecí la llamada y quedamos en vernos a mediodía. A las tres de la tarde recogimos a Juan que, para empezar, nos contó que llevaba desde el día anterior con un tremendo dolor de cabeza, por lo que las condiciones físicas en las que se encontraba no eran precisamente las más idóneas para realizar el rececho, aunque, tengo que reconocer que a mí me dio la impresión de que, con la ilusión que llevaba, lo del dolor se iba a quedar en una mera anécdota.
Recogimos el arma en la casa de El Pimpollar, un rifle del calibre 8×68, calibre potente donde los haya y con una buena rasante, ya que, a la distancia a la que podría aproximarse, el disparo bien podía acercarse mucho a los trescientos metros.
El jefe de la manada
La tarde se presentaba gris, nublada, pero sin lluvia, y con muchísimo viento. El animal a recechar era un muflón de impresionante cuerna, que estaba controlado por los guardas en una determinada zona de la finca, y que siempre iba en unión de varios machos (también muy buenos) aparentando ser el jefe de la manada, o por lo menos el que siempre iba en cabeza.
Además de que las condiciones climáticas no eran las más idóneas, según avanzaba la tarde nos íbamos encontrando con otros problemas añadidos, como que la noche, a poco que nos descuidásemos, se nos iba a echar encima, y que la época de celo ya había pasado, por lo que los muflones estaban excesivamente esquivos refugiándose la mayor parte del tiempo en el monte.
Sobre las cinco de la tarde, y a unos cuatrocientos metros, vimos una pelota de muflones subiendo por una costera hacia la cuerda. El citado animal elegido para recechar, iba a la cabeza de la misma. Era inconfundible debido a que su color, bastante más claro que los demás, le hacía destacar y, sobre todo, su cuerna era absolutamente impresionante.
Decidimos que lo mejor era entrarles por detrás del cerro por el que estaban subiendo, aprovechando la dirección que llevaban para cortarles la trayectoria acercándonos lo más posible. Una vez en el lugar indicado, y ya a pie, comenzamos a bajar a través de las jaras. Pero… no estaba la suerte de nuestra parte. Al parecer, por un repentino cambio en la dirección del dichoso viento, nos habían venteado y se alejaban de nosotros, a una distancia aproximada en torno a los doscientos cincuenta metros.
Contra los elementos
El cielo estaba cada vez más oscuro y ceniciento, y arreciaba el viento. Había que seleccionar bien las escasas oportunidades, por no decir la única, que tendríamos en lo poco que quedaba de día, ya que las circunstancias ambientales estaban decididamente en nuestra contra y, para colmo, se estaba levantando una densa niebla cada vez más tupida.
Cortándoles el camino logramos situarnos a unos ciento veinte metros, distancia mínima a la que nos podíamos acercar. Juan Antonio no se lo pensó dos veces y se echó el rifle a la cara. El lance no era nada fácil. El animal estaba muy tapado, y si le añadimos los nervios del momento… el resultado fue un disparo fallido que provocó que salieran en estampida cerro arriba.
Pero, también de vez en cuando, hace su aparición la suerte. A unos cincuenta metros, en un pequeño claro en el monte se pararon los animales, bien para orientarse, bien para saber qué era lo que estaba pasando, momento en el que Juan aprovecho para disparar por segunda vez a unos ciento setenta metros más o menos.
En esta ocasión, el impacto fue mortal de necesidad, se produjo en el sitio exacto. El muflón cayó rodando unos tres o cuatro metros hasta que se detuvo en el tronco de un alcornoque.
Después de las felicitaciones correspondientes, abrazos y saltos de alegría, nos fijamos en una situación que podíamos calificar cuanto menos de curiosa. En lugar de alejarse del lugar del lance, como hubiera sido lógico, el resto de la manada se acercó al que se supone que era su abatido ‘jefe’ e intentaba levantarlo a base de patadas y cornadas, insistiendo una y otra vez aunque, claro está, sin lograr llevar a cabo sus intenciones.
Cuando nos acercamos la situación era más curiosa aún. Los otros ocho muflones se posicionaron a unos veinte metros de distancia observándonos. Se negaban a abandonar aquel lugar sin su ‘jefe’, hasta que Pepe, con unos gritos y tirándoles varias piedras, hizo que se alejaran. Mientras se alejaban, sin correr, la sensación que teníamos es que dejaban atrás a su ‘capitán’… su referente durante muchos años.
Un pedazo de muflón
El animal era impresionante, con una cuerna gruesa, larga, y con las marcas correspondientes a las mil batallas vividas y sufridas. En un principio, y a ojo de buen cubero, se apreciaba que una vez medida iba a dar una puntuación altísima, aun teniendo en cuenta que el cuerno derecho era unos tres o cuatro centímetros más corto que el izquierdo y que tendría unos once años de edad.
Después de cargar al animal, nos dirigimos hacía el cortijo en mitad de una espesa niebla, mientras se cruzaban delante de nosotros, como figuras fantasmagóricas salidas de la nada, una gran cantidad de impresionantes venados, así como algún que otro gamo.
Una vez en el cortijo, y en una primera medición en verde, dio 217,5 puntos, por lo que entraría como uno de los primeros de España en toda la historia. La tarde había sido completa, tanto por el lance en sí, como por lo ocurrido con posterioridad, que siempre te deja una hermosa sensación. Días como éste son de los que no se suelen olvidar por lo que desde aquí agradezco a Pepe su invitación, por el disfrute, y el resultado, de un lance de los que suelen permanecer imborrables en la memoria.
Por cierto, del dolor de cabeza de Espartaco no se volvió a hablar ni tan siquiera en el trayecto de vuelta hasta Sevilla, en el que fuimos comentando una y otra vez todas las peripecias del lance y en las condiciones en las que se había abatido al ‘jefe’. Además de la hermosa escena en la que los ‘subordinados’ se negaban a retirarse sin él. CyS