Esa chica parecía inalcanzable. Primero fueron las miradas esquivas, la timidez de lo desconocido, la atracción brutal de lo imprescindible. El acercamiento, casi a trompicones, con el temor constante de la equivocación segura. Luego, su olor, el primer roce y, por fin, el tacto de su piel en las sombra. ¡Quieto, quieto, quieto, que estamos hablando de rifles! Perdóneme, sólo trataba de que viese el grado de atracción, la fascinación que este cartucho ejerce sobre mí y, aunque ya tuvimos escarceos, no he parado hasta meterle mano a esta belleza.
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