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‘La Rastrojera’, por M. J. Polvorilla

Rastrojera

‘La Rastrojera’, por M. J. Polvorilla

Dicen que cuando aprendes a montar en bicicleta nunca más se te olvida. Debe ser igual que cuando un depredador muerde a su presa por primera vez; aunque los instintos más atávicos duerman en nuestro interior creyéndolos olvidados, ahí aparecen de improviso.

Llevo muchas lunas, más de tres docenas, sin asir el metálico tacto de un rifle con ansias de descarga. Lo mío es el caballo y el perro. La lanza o la flecha. Lo mío es la parafernalia. Pero la pólvora quedó atrás. Prefiero el jadeo de mis perros al brillo mate de un acero bajo la noche. Será la edad que a todos nos hace maniáticos… O será que nunca tuve afición. Rastrojera

Están segando, vigilo el corte de la cosechadora sabiendo que aún hay humedad. Los cordones de heno están tendidos y así han de seguir una semana para orearse y poder ser empacados sin peligro de fermentación. Los marranos tienen la mies machacada y dos piaras ha levantado del maquinista mientras segaba el verde.

No puedo dormir. Estoy inquieto. Salgo. Hay más de media luna, suficiente para ver con mis viejos prismáticos. Es tarde, pues tarde salen los cochinos a comer. Tardé poco en echarle mano a Kamikaze, la aparejé en silencio y me dispuse a ir a la avena. Cuando quise ser consciente estaba sigiloso acechando a un grupo escandaloso de cochinos, junto a la vega que atraviesa la carretera, en una noche de quietud sólo rota por el tránsito de algún camión que aprovecha la penumbra para vencer al tráfico. Rastrojera

Dejé a la potra amarrada bajo el amparo de un eucalipto donde no molestan los tábanos. Camino de sombra en sombra taimado, levantando las esencias del almoradul y poleo a mi paso, pues hay un gran bulto entre la piara y al analizarle el rabo y la cabeza supe que era el califa de aquella sierra… O al menos de aquel rastrojo. Cuando no tienes duda alguna tu seguridad se blinda, por lo que en lugar de pensar, me dejé llevar. Sólo movido por mis instintos de ansias de posesión. Por ganas de adrenalina.

Tengo el aire a medio lado, pero si busco no entrar en el cauce del arroyo no revocaré. No sé por qué lo sé, pero lo sé. Quizá mis recuerdos de otras muchas noches ya olvidadas siguen con un rescoldo que quiere prender. Los cochinos juegan, corretean, el macho no quiere tanto jaleo a su alrededor, pues ese barullo no le deja estar atento a los peligros del entorno. Otro camión, la luz ilumina la escena, el ruido no les asusta. Es la costumbre de ese tránsito perpetuo la que da sosiego…Policía Foral

Ellos han avanzado y un servidor también. El encuentro es más próximo de lo esperado, pues intento apurar arrimarme hasta casi tocarlo, por eso de estar disfrutando la escena de la figura regia de aquel verraco. Viene de nuevo otro camión, me apoyo en la cruz de un quejigo y prendo la linterna con el que admirarlo por última vez. La luz del vehículo ilumina parcialmente la vega, aprovecho para echarle la lamparilla, hay menos de una docena de pasos…

El cochino caminaba entre dos cordones de heno con la cabeza gacha olisqueando a alguna cochina que, con la promesa de luna llena, volvía a entrar en celo… Avanza despacio, ajeno al mundo pues ya ha tomado todas las precauciones para saberse seguro. Lo tengo en la cruz pero no quiero disparar. Quiero quedarme ahí toda la noche…

De nuevo el instinto me pudo, pues en mitad de ese segundo donde camión, hombre y animal estábamos presentes en la escena, solté un silbido sordo. Fue en ese momento en el que aprecié el gesto de sus ojos, esa micra antes de salir despavorido, la que me hizo despertar…

Era de madrugada, pronto aún para la aurora. Pero los mastines habían ladrado y me encontré fuera vigilado por una luna que ya despide la primavera. Sentí un resoplo de Kamikaze que desde la cerca me saludaba… Vamos a dar un paseo por los rastrojos, a ver si revivimos la historia soñada…

‘La Rastrojera’, por M. J. Polvorilla

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