Quien tiene un pedazo de tierra, tiene un pedazo de cielo…
Dicen que el carbón bajo presión se convierte en diamante. Y eso es lo que es el pueblo español.
Paseo con mi castaño por las riberas del arroyo buscando algún espárrago o alguna achicoria. He levantado ya cuatro parejas de perdices con su vuelo arrollador y acelerado, con sus colores brillantes en un sol que pica más radiante al estar en primavera.
Dos corzas paridas ha denunciado la antena de mi caballo que, al verlas, horquilla fijo señalando a las nuevas camadas que habitarán estos montes. He acopiado un buen manojo de desmogues, he pegado fuego a tres montones de restos de poda y he disfrutado pateando la siembra de tremosilla y avena en este marzo tan atípico como inolvidable.
Las soledades del campo no entienden de hacinamientos ni de toques de queda. No saben de manifestaciones ni de contagios masivos. El campo no conoce de crisis ni de hospitales saturados. Pues el campo, todo él, está siempre hacinado en soledad y en crisis perpetua por sus precios de producción y venta.
Quien tiene un pedazo de tierra, tiene un pedazo de cielo…
Noto la desdicha del entorno al encender el televisor. Y algunos se atreven a decir eso de «¡Qué suerte estar en el campo!», cuando ven una foto en las redes sociales… Aquí la normalidad y la quietud es la que lleva imperando en los siglos. Y, egoístamente, no noto nada nuevo en mi entorno cercano, pues mis labores son las mismas y mis ansias de futuro también.
Cambio el tranco de Talibán para que, por fin, aprenda a abrir las porteras sin tener que desmontar. Ya cruza los regatos sin brincar a lo loco, sumergiendo los remos en el cieno sin descomponerse, porque el paseo diario para vigilar a las limusinas le está sirviendo para afianzar su doma.
El campo español se pone en valor, pues ahora todos ansían la España vaciada o un trozo de tierra donde poder pacer. Y de esta crisis se tiene que reforzar su importancia, porque un piso de cien metros en el capital vale lo que una casita con un puñado de hectáreas en mitad de una dehesa.
El campo es vida y libertad, aquí la soledad es tu vecino y el solano o el ábrego los que traen sequías o bondades.
Pero en el campo todos nos conocemos y todos nos ayudamos, y en la gran ciudad, en nuestro día a día, no sabemos el nombre de los vecinos ni soportamos que el agua caliente no funcione por unas horas. Ha tenido que llegar una triste pandemia para enchiquerar a los urbanitas en sus palacios de hormigón para comenzar a conocer a su entorno -a veces hasta el familiar- y dejar de vivir de cara a la galería para comenzar a disfrutar de lo más importante que tiene el hombre: su familia y su libertad.
En el campo ambos aspectos se combinan y protegen con el paso de los siglos. Porque quien tiene un pedazo de tierra, tiene un pedazo de cielo.
Cierto es que, una vez más, el pueblo español ha demostrado su valía, su categoría, su apoyo y su capacidad de sacrificio. Con razón tuvimos el imperio más longevo de la historia del mundo… Pese a nuestra nefasta piara de gobernantes se cumple lo que decía el viejo canciller Bismark: «España es la nación más poderosa del mundo, porque ha intentado autodestruirse tantas veces que jamás lo hemos conseguido».
¡Orgulloso de mi tierra! ¡Viva España! ¡Vivan los españoles!
Por M. J. «Polvorilla»