África El rincón de "Polvorilla"

Simba, por M. J. ‘Polvorilla’

Simba búfalo
Simba…

Los tres miedos que infunde el león:

⇒ Al ver su huella

→ Al escuchar su respiración en la noche

⇒ Al recibir el rugido de su fiereza

Simba es el nombre africano del rey de la selva. El animal más icónico de la Metro Goldwyn Mayer. Tiene manos suaves y silenciosas, con alma de fiera y garras de hielo. Mirada ambarina y potente. Melena peinada y deshilachada por las arenas del desierto. Voz aguardientosa y ronca. Presencia sublime ante sublime mirada.

Siempre soñé con él, tantos libros e historias me llevan a ser protagonista en una de ellas. Son muchos años para llegar a tocarlo, a verlo, a acariciarlo. O escuchar su seria respiración.

Vamos a búfalos, a antílopes, a facos… Vamos a ver África en toda su extensión. Pero pregunto si hay, si se ven. Si su presencia es un mito o una realidad. Están de paso y a veces no tanto. El león se mueve donde se mueve la caza. Y la caza se mueve donde están los pastos y el agua. No hay más ecuación.

El otro animal que me quita el sueño es el bruto cafre. El búfalo. Oscuro de piel, tosco de defensas, rudo en maneras. Fuerte como un tren que contra una pared va a chocar. Lejos de ser torpe es veloz, astuto y celoso. Lo vi en sus ojos la otra madrugada; íbamos camineando cuando las huellas de un leopardo llamaron mi atención: eran de después del rocío, de hacía pocos minutos. No estaban muy hundidas, por lo que el felino iba despacio, o de regreso de una noche de caza, o a seguir exprimiendo los segundos de vida en pos de un suculento desayuno. Con razón los impalas que vimos estaban más mosqueados de la cuenta…

De pronto escucho romper algo de la maraña que tengo de frente. Lo vi aparecer: un macho solitario y potente, de cornamenta mellada y mirada altiva. Se asomaba curioso a adivinar el murmullo de la mañana. Nos advirtió y pude ver la luz de sus ojos, su malestar por nuestra presencia. Lucha contra el leopardo y contra el león, contra las hienas y contra ellos mismos. Y no dejamos de ser un incordio más en su día a día. Se aleja sigiloso mientras el pistero lo define como se define a los machos solitarios, amigos del barro, de la soledad, compañeros del sigilo y de la fuerza: Dagga Boy.

Simba búfalo
Dagga Boy

Pasó la semana fugaz como cae el sol en la sabana. Muchos sentimientos, de todo tipo, de ver lo grande que es el mundo y lo poco que somos y pintamos dentro de esa inmensidad. Llevo el rifle al hombro, defendiendo un ego que está condenado a cadena perpetua. No sé si merezco este ser y estas botas. Me cambio por ese pistero que no pide a la vida más allá de seguir las huellas del animal que persigue para otro, que caza para otro, aunque el gatillo lo apriete un piel blanca.

Soy un actor en este teatro donde me disfrazo de lo que no soy. Siempre he sido el negro pistero allá en mi tierra. El que hace la foto y carga el trofeo. Pero hoy me toca ser el otro, el que recibe la foto y la enhorabuena, el que hace poco para mancharse las manos y acaricia el trofeo con la soberbia de la propiedad.

No sé si quiero ser éste o aquel, o quizás ninguno. Aún recuerdo el rebaño de vacas que careaban esta mañana dos muchachos, echaba de menos un caballo y ayudarles a conducirlas a una verde pradera. El pistero rastrea unas huellas invisibles, con silencio y prudencia, sin perder comba, mientras servidor le sigue más despreocupado que otra cosa, llevando el rifle como animal de compañía. No se trata de saber o no saber, se trata de que aquí uno existe para que exista el otro, y al revés. Todos necesitan al entrenador, al manager, al padrino, al cura o a la novia. Al abogado o al verdugo. Al héroe y al villano. En toda historia hay cazador y presa –aunque sea una historia de amor–.

Lo vimos echado, el sol era demasiado potente como para eludirlo. La distancia recorrida y el lugar elegido para sestear era el propio de tantas mañanas vividas. Sus muchos amaneceres se lo dicen. Sus cicatrices en los costados también. La imagen del pistero sujetando el trípode mientras me lo colocaba señalando dónde estaba nuestro objetivo. Nos cruzamos el gesto, gesto de leopardos tras su presa, miradas con un único fin. Sin hablar se dice todo y hablando muchas mentiras…

Camino ligero al atardecer, voy rodeado de acacias junto a un arroyo que mece sus aguas entre verdes orillas. Voy con el rifle al hombro siguiendo el rastro del facochero que herí minutos antes. Quiero pistearlo solo, quiero ser el negro de la ecuación, el que sabe, el responsable pero el que menos pinta. Quiero que mi torpeza sea suplida por mi ego, una vez más. No tengo su vista ni su conocimiento, pero sí más cabezonería.

Avanzo despacio, estoy cerca, la sangre se ha vuelto abundante y el entorno es silencioso y sobrecogedor. Estoy muy metido entre la maleza. Junto a un charco aprecio la huella con agua turbia de un león. La acaricio mientras soy consciente de que ahora me siento más presa que depredador. Intento retroceder y escucho un rugido a mi izquierda echándome el rifle a la cara con apenas tiempo a disparar…

Me tocan en el hombro y despierto sudando sobresaltado. El pistero me mira sonriente y me indica que ha localizado al búfalo que estábamos recechando, junto a unas peñas con el aire de cara. Si le damos la vuelta lo tendremos a tiro. Me seco la frente y echo al hombro el rifle tras la improvisada siesta de pocos minutos para protegernos de este sol de justicia. Y en el cómplice silencio de los depredadores, seguimos tras él…

Simba, por M. J. “Polvorilla”

 

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