El rincón de "Polvorilla"

El regalo más grande, por M. J. ‘Polvorilla’

El regalo Rocío
El regalo más grande…

A mi amigo Francisco Manuel Cano, el Canario, el mejor jinete de la baja Andalucía. Mi hermano hinojero.

Lo recordé la otra noche en mitad de un sueño. Era tan real aquella imagen que la reviví en directo. Permanecía adormilada en mi memoria hasta que en uno de los rincones de mi cabeza –o quizá de mi corazón– se desperezó para llevarme allí.

Era el Rocío Grande, tras media semana de pasear por la Gloria de los que amamos España. La madrugada del lunes brincó Almonte a secuestrar a su Virgen. El salto de la reja. El salto de los mortales en busca de la salvación. No es un libre albedrío –o quizá sí– es el desorden más ordenado que jamás he visto. Y se me eriza el vello cuando lo miento.

Nuestra Señora sale de su ermita para saludar a las hermandades que han ido a verla. La llevan a hombros, miles de personas que pelean fieramente porque nadie la toque. Ellos –los almonteños– la sienten suya, quizá lo es, pero el resto también le debemos y la adoramos y nuestro corazón palpita al ver su rostro pálido y sereno, el semblante de la Blanca Paloma con su Pastorcillo divino en el regazo.

La mole de almas que se empuja para llevar a su Virgen avanza. Serpentea mientras unos entran a llevarla y otros salen sudorosos y doloridos por los golpes. Entrar bajo su manto tiene el peaje del puñetazo o el labio roto. Tocarla no está permitido para los que no son almonteños. Pero ese peaje es demasiado débil para mi serón de promesas. Y Ella y yo lo sabemos.

La vi a lo lejos mientras desde un porche la esperábamos pues por allí tendría que pasar. La marabunta de personas la aguarda cantando alegre pues la Madre de Dios viene a vernos. Me estalla el corazón en un pecho que vive en un constante incendio. Pasan dos hinojeros -el pueblo vecino y rival de Almonte- dos hombres fuertes y con arrestos, esos que me han dado su abrazo y su corazón. Hermanos para que entiendan. Van a ello, a buscar la lucha pues tras ella está la salvación. Se detienen junto a mí, van a darme el más grande de los regalos jamás recibido. Me miran con ojos pícaros, no me lo creo, me lo van a pedir y yo desde luego me voy a entregar:

Polvorilla, quítate arreos y vamos pa Ella. El regalo

No lo dudé. Quité medallas y chaleco, sólo una gastada camisa y un par de pantalones con ganas de romperse. Me protegen y me amparan para recibirla, pues al paso de Nuestra Señora no se le aborda, se le espera. Cuando la multitud avanza es donde hay que ser fuerte, muy fuerte, y hacerse más fuerte aún para no ceder espacio y llegarte a tocarla. Avanzo muy directo y sereno sin vacilar. Vamos como tres lobos a comernos la piara entera de reses. Aquí entramos a matar o a morir, qué contradicción tan grande cuando se va a ver a la Salvadora.

Ahora se hace insoportable, cuanto más cerca más agobiante. Desmayos, golpes, insultos y hasta blasfemias. Mis dos compadres me amparan fuertes y soportamos el avance. La tenemos a tres metros, son los últimos coletazos que son los mejores. Mis amigos me orden: ahora tú solo. No lo dudé. Metí los setenta y cinco kilos de mala leche en un cuerpo que hice pequeño y macizo para tan magno acontecimiento. Me sumergí discreto y callado sin responder a las preguntas de los de allí ¿quién eres? ¡Tú no eres de Almonte! Mi silencio era reflejo de mi intención: imparable.

Metí el hombro bajo el varal mientras quitaba a otro que salía. Besé el paso y lo levanté fuerte pues mi altura era mayor que la del resto. Sentí el paseo de sus santas carnes, de sus pesares y las promesas allí vertidas. Comenzaron a golpearme, no sentí más que adrenalina y júbilo de poder ser su porteador. Allí, en ese escaso minuto que aún me eriza la piel, le juré por mi alma muchas intenciones. Y también le pedí otras tantas, a la Virgen le gusta que le pidan cosas…

Cerré los ojos hasta que la situación era insostenible, por el calor, los golpes y la adrenalina. El éxtasis tiene sentido porque es efímero y fugaz, de ahí su magia. Salí disparado del lugar mientras otros intentaban tomarme el relevo. Una vez fuera vi a mis dos padrinos, a mis dos amigos que jadeantes y con las camisas rotas me esperaban. Y allí, en la arenas del Rocío, ensalzado por lo que para mí era una gesta, nos fundimos en un abrazo que nos hizo eternos mientras mi ojo hinchado y mi labio roto no eran sino condecoraciones del juramento que le hice a la Madre de Dios en un cara a cara envidia de cualquier mortal.

¡Viva la Virgen del Rocio!

El regalo más grande, por M.J. “Polvorilla”

 

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