A Octavio Pérez-Andújar
Estoy agotado, no puedo con las espuelas. Además, ahora que nadie me oye, he de reconocer que a mí esto no me gusta. Tiempo atrás sí, por el nervio, la afición, los deseos impetuosos de cruzarme en cada cortadero con un afilado verraco. El mamoneo de después con la copa y el puro porque a todos nos gusta ser por una vez el niño de la fiesta. La foto donde posas cuando todos te envidian por haber sido capaz de ganarle la mano al cochino de la montería.
Lo de pasar frío o fatigas, lo de palpar con las botas el puesto más alejado y complicado de la jornada. Eso, lo de sietemachos, antes, antaño, cuando había libido y mala leche en mis venas. Ahora, hogaño, me gusta la calma de la primavera y cada vez menos los rifles y sus portadores. Porque a mí, esto de la caza, me agota y machaca a partes iguales.
Y con su discurso me vi reflejado. Mi amigo Octavio, que me dobla en edad, afición y conocimiento está hasta la coronilla. Se confiesa conmigo. Soy el recién llegado al que contarle todas las penas porque no es la edad, es la intensidad la que lima los sentimientos. Los derroteros de la vida nos han juntado en las agrias sierras manchegas porque los dos somos perros verdes en la ciudad. Y cada vez más también en el campo. Tenemos nuestras manías y con los años los cabreos te duran más y vas sacando de la lista de amigos a los que ahora pasan a ser conocidos. Y es que la caza saca lo mejor y lo peor del ser humano. Dicen que si quieres conocer a una persona hay que darle dinero y poder. Súmale ésta: dale un rifle y luego me lo dices…
No quiero más cuentos de los que ya me sé y me han contado. Ves todo esto, ¿no? Las umbrías, solanas y cuerdas. Las siembras alambradas para que las reses las dejen nacer. Los montones tragabalas en las traviesas, los barrancos cada uno con una trocha para sacar la carne, charcas, desmontes nuevos para hacer tableros de ajedrez en la finca. Las alambradas perfectas, los carriles… Estoy agotado. Y la caza agota más. Me mira con su metro noventa. Y me veo reflejado en cada una de sus palabras, veinticinco años después. Mucha tralla da organizar, más aún en tu casa. Te cedo los trastos, como Ponce al Juli. Porque a mí, esto de la caza, me ha dado ya tres vueltas.
Ahí estamos. Pasan las semanas y llega el gran día, el día donde la finca se pone de fiesta porque de fiesta estamos. Todos a bailar y nosotros a mirar las entretelas de que todo quede bien y nada se rompa el día que no se puede romper. Voy camino de la suelta a lomos de Talibán. Mi amigo Octavio me indica dónde soltaremos para reunirnos allí y dar las últimas instrucciones. Mil veces está aquello batallado y ya hemos hecho el cupo de afición. Porque a los dos, esto de la montería y la caza, nos tiene sobrepasados.
Recuerdo los perros alineados y los perreros dispuestos en formación. Zahones relucientes, guantes y pellizas camperas. Es enero y en enero los canes están en todo lo suyo. El que no cace ahora mejor está fuera. El corazón de Talibán comienza a palpitar. Resopla. Es un momento solemne. Por muchas misas que haya escuchado sé cuándo hay que arrodillarse, porque el alma se separa un poco del cuerpo. Porque la liturgia es eso: recordarnos que somos mortales y que la carne en la que residimos dejará escapar el ánima que encarcela.
Nos miramos. Intentando dar la orden que ninguno se atrevía. Sin prepararlo lo gritamos:
–¡Perros al monte!
Soltaron las 15 recovas… No cruzamos más palabras, sólo un gesto de hasta la vista. Miró mi retaguardia mientras Talibán se alejaba entre el pinar y los brezos. Cuando casi nos separábamos, quitándose un poco la careta me confesó:
–De esto, la verdad, es que uno nunca se cansa…
Sonreí. Talibán apretó con la cuesta arriba y el sol nos rodeó con sus brazos. Qué cárcel tan hermosa es ésta que hemos elegido para vivir nuestro cautiverio en vida.
El cautiverio, por M.J. “Polvorilla”