A Federico de la Torriente y Cuqui Gutiérrez, que desde los celestiales montes de Liébana vigilan la vereda de todos los suyos. In memoriam.
Es uno de esos deformes que no puedes dejar de mirar. El tuerto al que tus ojos apresan y no puedes retirar la atención. El loco más loco del lugar al que, lejos de eludir, quieres dominar. Es uno de esos que de feo… Es atractivo. Así son los Picos de Europa, esas sierras eternas de luz y belleza.
Y me planto tras él, tras la pista del rebeco cántabro, pero voy de subalterno. Quizá es mi reencuentro conmigo mismo. Tras pasar por la cuchilla y el quirófano estoy en el brete de no saberme recuperado. Pero mi amigo Luis de la Torriente me invita a bailar con él, un pegadito. Lejos de ser amantes nos entendemos porque amamos la misma montaña y los mismos retos. Quizá mi visita a Cantabria le hace abrir un poco más un corazón herido por la vida. Luis, lejos de ser el feo de la fiesta, ve quizá en mí al loco del lugar. Y necesita un rato de paz consigo mismo y ve en el perfecto desconocido extremeño al amigo donde verter sus pensamientos. Así son los cántabros, duros de mollera y tuertos de sentimientos. Pero con un corazón más amplio que todo el valle de Liébana.
Atalayamos a lo alto más alto. Nosotros no sabemos de rebecos pero sí conocemos el campo, sus flores, sus querencias o sus pequeños secretos. Sabemos que el agua la trae el ábrego y que con este frío los animales buscan los hondos cuando pega el aire o los altos cuando pega el sol. No hay que ser muy listo, sólo observar lo que mil veces hemos observado.
Vemos el grupo de cabras. Una partida de rebecos de todos los colores. Vamos en busca de una hembra de edad avanzada, para dejar en su hueco el renuevo de la sierra. Nuestro guarda no es muy ducho en caminar y quiere terminar antes de comenzar. Pocas ganas y poco celo, éste no es cántabro. Quizá el avatar de los años o quizá que ve en nosotros las ganas que a él le faltan. Hay un grupo de tres animales, dos jóvenes y una matriarca de pelaje oscuro -muy oscuro- y tras examinarla por el largavista nos indica que nos vale. Nos anima a hacer la entrada mientras él observa desde su aposento. Luis no lo duda, entalla el rifle y mi hombro mientras me suelta:
-Vámonos Polvorilla…
Me puso el primero del equipo, como guía, el que dirige esa expedición. Aunque no soy ducho cazador de rebecos más de cien veces -o más de mil, yo qué sé- he hecho de punta de lanza. Hay que taparse con esas peñas y reptar por ellas. Desde allí hay tiro. Si vamos ligeros y silenciosos habrá una oportunidad. Y mi cicatriz en el cuello me da cuartel para avanzar con energía. Pienso que podré volver a ser el mismo. Y mi acompañante me está dando sitio para volver a creer en el futuro.
Reptamos. Luis me da el rifle. Avanzo el primero para colocar la mochila y sobre ella el arma. Miro metros. Están a tiro. Los animales no nos han barruntado. Luis llega, encara, le canto metros y objetivo: la de abajo a la izquierda, la oscura, la que ahora levanta la cabeza… ¡Qué hermoso animal…!
Aún recuerdo que mientras esperaba escuchar el impacto mi amigo me llama la atención, mientras apuntaba a la rebeca:
-Polvorilla, toma el rifle. Que esta te la mereces…
Quedé sorprendido -sorprendido de verdad- haciendo ademán de no aceptar. Pero la fuerza del cántabro me arrastró hasta su posición. Me vi con el rifle agarrado como si fuera la vida. Y mis palabras de sosiego a mi amigo para darle calma a su disparo, ahora me las repetía él… Antes de apretar el metal, mi compañero -mi querido Luis- me sostuvo:
-Estás temblando amigo. Serénate.
Apreté el gatillo agitado, quizá no lo tenía tan seguro como otras veces, quizá han sido tantos los trallazos que he soportado siendo el acompañante que había perdido el nerviosismo y esencia de esto de la caza.
Una fuerte palmada en la espalda y un abrazo me volvieron a mí. No podía soltar el rifle, estaba absolutamente amarrado a aquellas montañas… Algo tendrá Cantabria que a los locos encandila.
Qué gran amigo eres, espejo de generosidad y señorío. Por algo las almas buenas se hacen enterrar en Cantabria. Gracias de corazón Luis de la Torriente.