La otra madrugada quise oír un bramido; tenue como el frescor a estas horas donde aún se puede andar por el mundo en estas sierras del sur. Mi caballo, pese a la grave lesión en su pata, avanza despacio quizá también para congraciarse conmigo que sigo sin estar invencible sobre mi montura como lo era antes de pasar por la cuchilla.
Zamarrean sus cencerros las vacas en su sesteo perpetuo por los agostados rastrojos de cereal y tremosilla. Un cochino adulto cruza entre ellas sin inmutarse camino de un último bocado o quizá, de dejar de pasar peligros en su perpetua pelea por la supervivencia. Va erguido y soberbio. Ancho de pechos y escurrido de ijares. Es de esos marranos arochos o, como los llaman aquí, serranillos. Barreado de escudos a corvas para protegerse de parásitos y derrotes. Absolutamente ágil y regio, como son los que se sienten gallardos de estar rodeados de naturaleza pura.
Si me apuras hace fresco y echo en falta no haber amarrado a la estribera un chaleco con el que combatir los escalofríos del relente. El calor de la noche lo tengo en la cabeza pero en el campo, al igual que del amor al odio hay un tranco, del sudor a la tiritona hay menos que lo que tarda en santiguarse un cura loco.
Sigo avanzando a golpe de mosquero y siento un corzo ladrar en la bajera del arroyo, junto al huerto de los naranjos, jugando con los helechos tras alguna amante a la que hacerle la corte. En otro lugar cercano una cierva picotea mientras su gabato corretea incansable a su alrededor sintiéndose veloz y altanero. Haciendo ágiles y sencillos unos quiebros sólo aptos para aquellos que tienen la vida entera por delante.
Talibán horquilló haciendo suyos mis ojos, pues a los dos nos dieron ganas de ser alguno de aquellos compañeros de mañana. Le palmeé, pues ambos sentimos lo mismo, y en el frescor de agosto le prometí en alto: pronto estaremos de vuelta compañero.