Creo que hace quinientos años, mi alma de otra vida se enroló en la búsqueda del Nuevo Mundo. Ya que por mis venas corre sangre de aquellos locos que se lanzaron en busca de gloria. Creo que también tengo sangre de aquellos que allí ya habitaban. Lo sé porque al pisar aquellas inmensidades me sentí en un territorio conocido; sus olores me eran familiares, sus gentes, sus paisajes. Era un déjà vu en toda regla.
La acogida de mis hermanos mexicanos fue tan cálida como su abrazo. Hombres cabales de otras veces, caballeros de mano fuerte, mirada atenta y corazón amplio. Amigos a los que les gusta la reunión, comer y beber, pero por encima de todo compartir. Hombres que aman su tierra y sus raíces. Orgullosos de su bandera. Con sus diferencias particulares pero unidos por su amor a la Tradición. Me sentí –literal– rodeado de mis amigos españoles. Qué hermandad y atractivo se respiraba en nuestro encuentro. Y encima son hijos de la Guadalupana, aquí hay algo más que casualidad.
Camperos y fuertes. Caballistas charros, de lazo y jamelgos vaqueros. Todos ganaderos. Aficionados a la caza, a la naturaleza. Con arte y sensibilidad, para la ranchera o para la poesía, para el baile o la escritura. Para beberse la vida a tragos cortos pero seguidos, como el tequila. Y no echarse atrás con un poco de picante, porque hay que sentirse vivos frente a los que lo están pero no lo parecen.
Con la sabiduría del Atlántico y la niñez del Pacífico. Con los polvorientos desiertos del norte y las riquezas de toda su entraña. y Con recursos naturales, gentes buenas en todas sus villas y con políticos nefastos en sus cumbres. Esto último es una copia exacta de lo que es España.
Y lo vi junto a una copa de vino español, para que me sintiera en casa. Un semental árabe de gesto lascivo, mirada convexa, careto, alazán pelovaca y para colmo cuatralbo. Bufaba ante los extraños. Bravo y fuerte como todos los que allí le criaron. Me levanté obnubilado. El caballo me examinaba con el mismo interés que yo. Con quietud me acerqué a él. Sus ollares relucientes me palparon. Sonriente, uno de esos hermanos que ya tengo al otro lado del charco, miraba la escena. Se dirigió a mí, no sé si para que la tarde continuara o para pegarme la puntilla:
–Se llama Adonis. Sale y vale para lo que dispongas.
Sentí un escalofrío y el caballo me lo notó. Acababa de darme un flechazo.
Y no moriré sin montarlo. Y un sueño sería verlo en España. Pero puedo jurar que el próximo hermano mexicano que venga a nuestra Madre Patria será invitado a entrar a caballo a ver a la Morenita de Guadalupe. Lo hará con una flamante bandera española. A su lado entrará un servidor, con idéntica bandera de su hermana mexicana.
¡Viva la Guadalupana que a sus hijos hace hermanos! ¡Viva México!
México, mi otra patria, por M.J. “Polvorilla”