No vine aquí a recoger nada. Vine a la llamada de alguien que en su día me dijo que tenía que visitar este lugar hermoso a la orilla de un río. No vine a juzgar y por tanto aquí no eres juzgado. En cambio, vine a intentar alegrar la vida de los que lo tienen más complicado.
Este lugar se parece mucho a mis agrias serranías del sur. Es hermoso pero arisco, te lleva a la soledad más absoluta, aunque estés rodeado de gente. Te cita contigo mismo, en lugar de sobre un caballo junto a una gruta, donde una bella mujer espera sonriente a que le cuentes tus dilemas. Y los que hablamos mucho, pero nunca hablamos de nuestras cosas, aquí se nos da la oportunidad de abrirnos un poco más con un entorno que no es tan hostil como nos tejemos en nuestra cabeza.
Aquí, a pocas leguas del Pirineo, se respira una paz húmeda, un fresco y una energía que no encuentro en ninguno de los riscos de mi querido Zumajo. Aquí se ponen las cartas de la partida boca arriba, y ves que tenías todas las de ganar por torpe que fueras. Y que los compañeros de mesa tenían todos descarte y, aunque no hicieron nada por merecer esa mano, estaban dispuestos a apostar con lo que tú estabas dispuesto a tirar. Y es ahí donde te das cuenta de la fortuna que llevas encima y te sientes desdichado por no saber valorarla…
No sé bien qué hago aquí. Ya van varios años –muchos– y siempre vengo aquí sin saber por qué. Pero la otra tarde tuve la suerte de ver una de esas imágenes que te arrancan dos tiras de pellejo en este corazón endurecido; la mirada de una bella mujer, con sus ojos alegres y distantes. Con los recuerdos de un tiempo pasado que es lo único que la aferra a la vida.
Educada, con semblante sereno y elegante. Pero distraída. Por esos avatares que te hacen estar aquí sin que de verdad estés… Y detrás estaba su descendencia, su hija, su sombra. Jugando al juego de los recién conocidos, regalando una careta de sonrisas sobre un alma rota e impotente de ver que lo que más amas no te conoce… Me puse a prueba por un segundo de si los siete machos que albergo en mi ser serían capaces de domar esa situación. Y me di cuenta de mi absoluta debilidad.
Ya sé a lo que vine aquí; a dar. Y A devolver lo mucho que he recibido. A intentar entregar una décima parte de la suerte que recibí en mi mano de cartas sin hacer nada por merecerlo. Y A pagar el diezmo, a suplicar que no me cobren unos intereses que soy incapaz de reunir, pues para eso hace falta valor, humildad y diez docenas de arrestos.
Y quizá a echar un rato de conversación con esa amiga que siempre está, esa madre que nunca riñe, esa cueva donde –escondida– siempre te recibe con los brazos abiertos.
¡Viva la Virgen de Lourdes!