Es uno de esos tipos que habla fuerte, sin prisas, dejando marcada en su garganta cada sílaba. No necesita tartamudear para decir de corrido las cosas y sin acelerarse. Tendrá –tiene– más de setenta. Con caja, altura y hombros. Fue siempre fuerte pues aprieta la mano como la aprietan los hombres. Lejos de estar mohíno por la edad mantiene arrestos en sus gestos y aunque las rodillas las tenga molidas, con una muleta sería capaz de volver a combatir. Se llama José Antonio Aranda y viaja desde las tierras de Navarra a mi Extremadura del alma a seguir bebiendo de las fuentes de la juventud.
El primer día no arrancó ningún trallazo a su espingarda. Le da igual. Él viene a mojarse al campo, a sentir el aire, a madrugar y a lo que se le mande. Es muy bueno mandando y también obedeciendo. Le dices que esté y está. Tiene a su lado a un dulce y amable ángel de la guarda. Llevan caminando juntos lo que tarda en recorrerse la vereda de una vida entera, con sus tropiezos y bellezas. Pero juntos.
Está terminando el segundo día de caza. Mi amigo sigue sin tirar. No le importa y a mí tampoco. La ruleta de la suerte –aunque duela– es para todos. Paso por su puesto. La verdad es que le conozco poco, le veo poco, pero nos tratamos con afecto cuando nos encontramos. Qué rabia José Antonio que no hayas tenido lances en esta trinchera. Se sonríe –tiene una sonrisa sincera y amplia– le importa tres cuernos oler a pólvora. Aquí hemos venido a cazar, y cazar no hemos cazado, pero estamos cazando.
Voy camino de la recogida. Talibán envela pues algo nos sorprende por la derecha. Meto una espuela innecesaria pues una pelota de reses se ha visto sorprendida por un perrillo y entre éste y Talibán van derechos a meterlas al puesto. Vamos a galope tendido por la dehesa. Merece la pena intentar romperse la cabeza por un lance así. Le van al puesto. Le alerto. No se inmuta, está mayestático viendo cómo las reses se le meten encima y no quiere moverse para no ser percibido. Salgo de su línea de tiro para dejarle el lance a placer… ¡Ahí los llevas, abuelo!
Fueron tres cerrojazos fugaces. Tres los pañuelos blancos para sacarle los trofeos al toro de la tarde. Fueron tres, como los reyes de oriente, las puntas de una corona o las patas de un catrecillo. Tres trallazos efímeros y atinados hechos por alguien que está muy por encima de cualquiera en el manejo de las armas.
Llegué extasiado. Sobre el verde otoñal había no tres, sino cuatro reses. Había hecho hilo y ajustició con tino lo que muchos no logran en una vida. Nos fundimos en un abrazo y ahí pude ver un poco más de ese alma castrense de los que aman a Dios y matan por España. Con su tono fuerte y alegre me suelta:
–Sólo dos cosas me han descompuesto en la vida: la montería española y la Legión.
Le miré firme, con más respeto del que ya siento por él. Le lancé sin titubeos:
–¿Es usted caballero legionario?
Se cuadró como se cuadran los que tiene más cojones que un batallón de tigres. Más tieso que las orejas de una cabra mirando a un precipicio. Se presenta el cabo Aranda para servir a Dios y a España.
Me corrió un escalofrío por la espalda. Talibán lo sintió. Con medio batallón de éstos volvemos a lidiar toros en la Quinta Avenida de Nueva York.
No pude menos que gritarlo mientras nos hacíamos la foto correspondiente:
–¡Viva España!
–¡Viva la Legión!
Caballero legionario, por M.J. “Polvorilla”