Cuando subes a un puntal a que te abrigue el amanecer y –pese al frío– agradeces que te tiemblen las manos. Cuando te sientas sobre la peña de siempre y como siempre te agrada palpar con la punta de los dedos el musgo esponjoso y eterno que desde que el mundo es mundo allí está. Cuando ves a lo lejos que la luz se aproxima, que la noche ya no es noche y el día, es más día. Cuando sientes a ciegas el crujido el monte, el graznido de una mirla que anuncia que algo viene y un bando de perdices salta de su silencio a silbar contra los vientos…
Cuando ves que tu caballo horquilla señalando lo inminente y justo por la vereda que trajiste aparece tu perro que ha seguido tu rastro para acompañaros.
En ese instante en el que se levanta un poco de aire, el cielo está cárdeno y comienza a salir el sol. Se despiertan los aromas, se empieza a oír el regato que ya corre porque ha recogido las cuatro gotas que han caído… Cuando tus ojos comienzan a descifrar cada ruido, cuando ves a las ciervas bajo los quejigos, a los corzos más esquivos de lo normal… cuando los cochinos saben que su hora, no es ahora…
Entonces escuchas el bramido que todo conmueve. Tu perro y tu caballo miran al infinito pues todo lo ven normal porque la normalidad es su entorno. Cuando respiras porque ya vas sintiendo el calor del sol, el monte está más vivo y ferviente que nunca y a lo lejos, muy lejos, escuchas al gallo cantar y los cencerros de las vacas anunciando que ya les están echando el rancho…
Entonces, en ese momento, da igual ahora que hace mil años, descubres que ha llegado el otoño, pese a que el calendario rece otra cosa. En silencio sigues tu ruta de admirar lo que otros ya han admirado durante siglos y te diriges a por ese trago de agua de sierra que, como cada año, vas a buscar cuando la berrea anuncia al mundo que Dios existe, que vive a tu alrededor… y nunca ha dejado de hacerlo.
Amanecer, por M.J. “Polvorilla”