Que si quieres arroz, Catalina… ¡Madre mía, qué berenjenal! Y es que uno es joven, inexperto y, las más de las veces, gilipollas. Porque en menuda que me metí y casi no lo cuento.
Me rebotaba en la cabeza la conversación con un señor que insistía mucho en la materia: «El libro, no hay que saltarse nunca las normas del libro. A los agarres por arriba, entrando por atrás, calladito, con el aire en los bigotes, puñalada firme, pero no muy rápida, y tararí que te ví…».
Sí, eso está muy bonito. Siempre saldrá la jugada bien si así lo haces. Pero agüita con la fiesta que se montó en el zarzal… Ponte tú a cortar el aire o a entrar por arriba. Ponte a averiguar si está bien agarrado cuando un montón de perros están chillando heridos por unas potentes navajas.
Un puesto ha errado un verraco como un tren que ha ido a resguardarse en un zarzal de media hectárea. Los perros le han parado y el gorrino sacude estopa de la que mancha con carmín. Sería un crimen abandonar a esos animales a su suerte…
Ni libro ni leches, me pongo unos guantes, me aprieto el gastado barbour y meto la cabeza en una vereda que creo me llevará al corazón del barullo zarcero. Arrastro el cuerpo por un barrizal, callado como una nutria, escuchando la yesca porque llevan casi quince minutos con él y todos están reventados. Serpenteo como puedo, desgarrándome cuerpo y alma, pero con la adrenalina ni sufro ni peno.
La ladra la siento más cerca y avanzo casi con más facilidad, pues la trocha se abre un poco debido a los destrozos que la pelea entre cochino y perros ha causado en aquella selva de espinas. Sigo avanzando, cuando lo siento… Fueron dos segundos exactos. ¡Su madre! Los vahos me daban en la frente… Olí su pestilente respiración, fatigada por la batalla, vi sus ojos y él los míos. Cara a cara. ¡Su madre, la que me va a meter…! Los perros le tienen apresado, el marrano parece reventado, pero sigue vivo… y yo me siento absolutamente en desventaja, a cuatro patas, con el cuchillo en su funda y sabiendo que iba a estar jodido… El gorrino arranca con los perros detrás y un servidor intenta recular mientras pienso: «Qué bien corre un guarro por un zarzal y qué mal se maneja un tío en el mismo sitio…».
Me pasa por encima sin mucha energía, pero castañeando colmillos. Los perros, también, pero me sienten y se crecen. No sé qué demonios hice, pero saqué a Polvorilla y me abracé al marrano que ganó energías sabiéndose muerto igual que todos los presentes. Mientras me arrastraba por esa ciénaga le clavé el acero hasta el alma, una y cien veces, mientras gritaba a los cuatro vientos la valentía de esa punta de podencos. Pude ponerme de pie en un claro de aquel mar que parecía un campo de erizos y contemplé lo ásperamente rodeado que estaba…
Pero lo saqué, con ayuda de una cuerda y de un par de hombres que, igual que yo, se llenaron de barro, de espinas y de sangre. Pero saqué aquel verraco de su último encame. No me rajó, pero sí me zaleó lo que quiso por aquel zarzal que me desgració brazos, cara y espíritu. Al matojo le tengo jurada venganza absoluta en cuanto se seque un poco el terreno y pueda poner en marcha la máquina de cadenas…
Nada, aquel buen hombre no insistió más con el tema del libro. Sólo agradeció en privado que la locura de un joven le hubiera traído a la junta el marrano más grande de la jornada por un tiro que ‘quedó oculto’ por las numerosas puñaladas que se llevó en un comprometido agarre zarcero…
Por M.J. «Polvorilla»