Campeando Relatos

‘Viento, pena, caza y poesía’, por Ernesto Navarrete

Días de zozobra, de reflexiones y de caza. Todo junto en un pequeño aquelarre de sentimientos, afición y recuerdos que me invitan a llenar estas páginas entre angustias y sonrisas.

Pena. Honda, hedionda y entregada, esta vida se llevó a Julio Tiemblo, un amigo cazador que entendía la caza de manera muy similar a la que yo amo. Un hombre que disfrutaba del campo como lo hacía Delibes, como lo sentía Machado y como lo tocaba Hernández. No hacía falta cazar para disfrutar, no era necesario un buen día para gozar de la escopeta. Julio era como nosotros, como tantos de nosotros que cargan pilas con el jaguarzo y el tomillo, que lloran de felicidad al ver la jara florearse, que disfrutan las noches de verano sólo con respirar sus aromas. Y se nos fue sin despedirse, como él quería, sin estorbar. Se fue, pero nuestra familia se encuentra otra vez rota, de nuevo el mismo bocado en el alma que cuando partió Carlos, otra vez el vacío en los adentros, nuevamente a nadar y a buscar la orilla. Aparece repetida esa soledad por compañera que asoma más cuando te reposas en el puesto aflorando los momentos similares a los que viví con él. El aire me mece el alma mientras escucho la voz de Gloria Fuertes

¡Viento! ¡Oye! ¡Espera! ¡No te vayas! ¿De parte de quién es? ¿Quién dijo eso? Besos que yo esperé, tú me has dejado en el ala dorada de mi pelo. ¡No te vayas! ¡Alegra más mis flores! Y sé, tú, viento amigo mensajero; contéstale diciendo que me viste, con el libro de siempre entre los dedos.

«Las madroñas y encinas tienen una musicalidad tensa y las notas son cortas y recias».

Viento y aire, mucho viento hoy. La suerte en el sorteo de anoche me ha hecho escalar a la cuerda para cubrir una postura de huida e intentar parar a los marranos en su intento de poner tierra de por medio. El puesto es otra pintura de Dios ya que podría ver toda la montería desde la suelta hasta el cierre y teniendo además un día soleado sólo necesitaba que el aire lo tuviera bien. Estoy de umbría y puedo ver como en un escenario la solana de enfrente por donde el peine de rehalas batirá sin descanso, el problema se ha manifestado a medida que subía por la umbría camino de mi postura, abajo en el valle las encinas y alcornoques danzaban muy poco con el aire, pero a medida que ganaba cota los robles daban paso a los eucaliptus de la finca vecina y estos sí bailaban a lo loco con un viento endiablado. Coronamos la umbría y dejamos el coche, al salir de él ya las puertas no querían abrirse y la gorra fue la primera en descubrirse. A diez metros la pude atrapar enganchada en una aulaga, ¡y de milagro! La música del monte con el aire tiene tono bajo, como de zumbido, que intermitentemente cambia de melodía en función de las ráfagas. Las madroñas y encinas tienen una musicalidad tensa y las notas son cortas y recias, sin embargo el eucaliptus canta con notas largas y suaves además debido a su alta densidad de siembra sus cánticos son corales la más de las veces y en otras muchas ocasiones las ráfagas les hacen cantar a dúos o cuartetos, danzan con su sonido lanzando al unísono sus ramas de pompones de hojas en una coral casi artística mientras sus blancos troncos zigzaguean sorteando el viento y simulando las cuerdas de un arpa. Hoy no se caza, pensé.

La suerte, como digo, me colocó en un collado de la sierra cuya cresta estaba herida por un cortafuego que hacía a su vez frontera con la finca colindante y propietaria de la coral de eucaliptus antes narrada. El tiradero era el propio cortafuego de forma que sólo tenía dos opciones o tiraba a la izquierda o lo haría a la derecha. Por frente el monte caía hacia el sopié que lo tenía a unos 900 metros de mi ubicación y que no veo, por delante y a distancia disfrutaba de la solana que era como un libro abierto, lejos, pero era un pergamino de caza. El problema lo firmaba la pena honda de mis pensamientos de luto y el airazo que rabioso parecía añorar también a nuestro amigo Julio.

La gorra se me fue varias veces del pelo y al final la tuve que atar con la bufanda haciendo un lazo entre ella y mi garganta, sacrificaba el oído, pero al menos me abrigaba más y la gorra dejaría de visitar al cielo. El catre me lo tumbó el aire un par de veces y en la última caída me aburrí y lo dejé tumbado. Hoy no cazo, lo sabe el diablo, ¡volví a pensar! Y eso que el puesto era una bendición para los cochinos, teniendo la silleta del collado una vereda bien tomada que moría en una gatera colorada de barro.

El puesto era como digo una bendición, pero el maldito aire hacía imposible el disfrute de forma que metí los sentidos en el zurrón y dejé que sólo la suerte me permitiera festejar un disparo que a todas luces sería siempre sorpresivo. Inicié la rutina de mirar a izquierdas y luego a derechas descansando el arma sobre la mano que sostenía la vara de apoyo ya que cuando viera a la bestia sólo tendría dos o tres segundos para coger los puntos y acertar con el gatillo. También me puse a disfrutar de mi otra caza, la del acecho con la vista, anotar detalles del campo tales como las cortezas esculturales de las madroñas, los monumentos masivos que son los canchos extremeños, la seca de algunas encinas que en este año en particular se han cebado mucho con la dehesa y las copas secas y quebradizas de las jaras que también este año pasado han sufrido de lo lindo. Pájaros no hay, como siempre que el viento se define el vuelo se apaga y las aves se esconden bajo los espesinales, tan sólo los buitres y las rapaces salen a jugar un rato. Los buitres no se cansan no, las rapaces juegan, pero menos rato. Tiene que ser una delicia amén de un mareo observar desde su altura el surfeo de las sombras de las nubes peinando el monte en una dirección y el regateo que el ave hace con su viento de altura que en la mayoría de las ocasiones no son coincidentes en su dirección.

Se hizo la suelta casi por debajo de mí y tan solo pude oír algún vocerío tenue, ni tan siquiera percibía la chilla de los urracos ni las voces de los podenqueros barriendo el monte y a su vez enganchándose a los otros perreros para no perder la mano. ¡Tal era el vendaval aquí arriba! Se fueron y sólo me quedé con mis tristes pensamientos de ánimas y con mi viento. Solo y triste.

Fue casi a las dos del mediodía cuando sentado y desgastado de mis tribulaciones y aburrimiento giré la cabeza de derechas a izquierda y allí lo vi. Un marranchón de no mucha talla estaba ya al final del cortadero, un poco largo, casi en el viso, yo creo que estaba tan mareado como yo de no tener sentidos que aplicar, buscaba la huida al eucaliptal. Con la rapidez que te da un cansancio como el que llevo le metí en la cruz y como mejor pude la mandé un recado. El animal lo debió de sentir cerca pero no hizo daño y con dos brincos se marchó por donde vino, con fortuna hoy estará por esas manchas de Dios padreando lo que le dejen. Por mi parte no pude terminar peor una mañana aciaga, pero en la caza también hay momentos malos. ¡Malísimos!

Sé que mi amigo Julio se sonreía con mi fallido lance mientras que yo volvía recordar a la dama de la poesía finalizando su poema…

Al marcharte, enciende las estrellas, se han llevado la luz, y apenas veo, y sé, viento, enfermo de mi alma; y llévale esta «cita» en raudo vuelo. …Y el viento me acaricia dulcemente, y se marcha insensible a mi deseo…

¡¡Hasta siempre, Julio!!

Un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer

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