«Más fácil es inventar cuentos, que matar conejos»
Por San Blas… dando aceite a la escopeta y a esperar un año más. No es que sea éste uno de los muchos dichos del acervo popular, pero tan cierto es como que por estas fechas te aprieta la nurria mientras vas guardando en el arcón los archiperres. Y atizando los rescoldos, al amor de una buena lumbre que crepita, evocas con pesadumbre aquellos ya lejanos lances, allá por la Pilarica…
¡Cruces nos hacíamos los más escépticos y carcamales del lugar! Buenos tiempos, auguraban los agoreros, que no es lo mismo que augures, en la esquina el mostrador de la taberna. Con la fila botellines en danza, los dichosos ‘ingenieros del aojo’, se empecinaban, por el Veranillo de San Miguel, en que ésta iba a ser poco menos que la… releche en pepitoria. Un invierno húmedo y apacible en el que se iban a descolgar unas cuantas parejas de perdigochas.
Lluvia por la Pilarica, muy rica
Pero, ¡qué si quieres arroz…! No es que fuera la canícula estival, pero recuerdo aquel primer domingo, muy de mañana, esparpujar lindes en manga corta. Llegamos de amanecida a la Huerta Martín por el camino San Gregorio. Como cada primer domingo de apertura de la veda, desde que me alcanza la ya bastante perdida memoria, parecía que nos iba a faltar tiempo y arreábamos con pies en polvorosa tras el café con los churros, y con las Cabrillas muy altas por el Monte don Enrique.
Recuerdo que, mientras me colocaba los cartuchos en el chaleco, me encomendaba a todos el santoral, y en especial a la patrona de los mañicos, para que no tuviésemos que lamentar percance alguno y, sobre todo, para que no fuese un año más tan lamentable como los últimos, porque ¡menuda racha llevábamos! Allá por los calores del junio, todo el mundo aseveraba en sus verdades que las parejas de perdigachos pululaban por los barbechos en abundancia. Todos los habían visto, y a mogollón, contaban con una sonrisa boba soñando con el primer día… en el que ya estábamos. También nos signábamos con la enorme parva de conejos que carcomían las siembras y pelaban las incipientes yemas de los sarmientos. ¡Verás la cartera! Era el comentario general pensando en los jodidos daños…
Arranqué a las nueve en punto, todavía con el sol en los ojos a la altura la vereda y maldiciendo por si se levantaba alguna a primera hora a contraluz. Total, iba a haber tantas que por una… Al echar el pie a la linde se me arrancó una rabona y en menos que canta un gallo me la colgué en las costillas. ¡Increíble! ¡Minuto y medio de temporada y ya había mojado! Estaba tan cerca del coche que me volví y la acoplé con reverencia en el cajón que mi hermano había preparado en el remolque los perros. Convencido estaba que volvería lleno al lugar. ¡Anda qué… la ilusión que no nos falte!
A las once, sudando como una mula en la era, zascandileaba entre los malditos emparraos sin un gazapo que echarme a las antojeras. ¡Malo! ¡Bien que nos la han liado emparrando los viñedos! Y lo malo no es que tengas que andar el doble, y que las veas cruzar de un linio a otro sin tiempo ni p’a encarar. Lo peor es que han dejado el terruño más limpio que una patena, con los sarmientos colgando, y ahí… la zorra y la burraca se apiolan t’o lo que se menea. Y de los pobres galgueros ni hablamos…
Me volví a la Laguna Larga. En los espartizales de la yesera estaba convencido de que, aunque era tarde y se escuchaban bastantes zapatazos, brincarían los conejetes seguros entre el albardín. Si no había entrado ningún tempranero… En la Majá de la Tía Eusebia estaba Jorge ‘de espera’. Las torcaces, que se quedaron, y muchas, iban y venían entre la Casa del tío Cadillo y la del tío Tocino. Si te amagabas un rato debajo de algún tapial, entre vuelta y vuelta, te bajabas unas cuantas. Allí estuve un buen rato y descolgamos algunas. ¡Y mira que es jodío bajarlas desde tan alto y desbocás…!
No estuvo mal la percha para ser el primer día. Conejos a cascaporro, alguna que otra rabona, las palomas del Jorge y mías y… un par de perdices que se descolgó el Carlitos. Los demás ni las habíamos visto. Mientras el Jamín arpaba un perolo de arroz en homenaje a mi liebre mañanera, la eterna discusión, ¿son buenas o malas? ¡Pero, coño, si no se sueltan por qué van a ser malas! ¡Ah, claro pero si resulta que se escapan del intensivo de la Senda Galiana…! Entre cucharada y cucharada de aquel maravilloso arroz del Jamín no paraba de darle vueltas a lo que más que un presentimiento ya era una realidad, ¡a que este año tampoco…!
Por enero, vale más una gorra que un sombrero
¡Y hasta la gorra sobraba algún domingo! Y, claro, ni una gota que echarse al rastrojo. Entre las heladas, que esas sí que arañaban, y el secarral, había días que el terruño estaba más duro que el camino las Cuestas Blancas, que tuvieron que ponerle dinamita para hacerlo calle. ¡Madre Dios! ¡Si es que ni nubes se han visto…! Los peores augurios se cumplían. ¡Este año tampoco!
Por San Abadías… habas cocías
Vamos, que de las buenas ninguna y de las malas tampoco. Una pena llegar a la ‘junta’ y ver una parva de conejos y no ver ni un espolón. Ya, ya sé que alguno estará diciendo que me quejo de vicio, pero es que ¡hasta los congojos estábamos de los conejos! Cierto es, hay que reconocerlo, que entretenidos son, pero lo poco agrada y lo mucho… ¡harta! Y más pensando en la cartera y en que, por muchos que se hayan matado, al final nos van a sajar los higaditos. Como al cachondo del otoño le dio por ser generoso, pues a las cachondas de las conejas les dio por parir en enero y… ¡qué queréis que os cuente! Más quitamos de en medio, más gazapos aparecen. Algún exagerado dice que los ha visto en las ramas de las olivas comiendo las aceitunas.
¡Ver para creer!
Un domingo tiré para la vereda –la Cañada Real Soriana, antiguo paso de la Mesta en su trashumar desde las tierra del norte a la cálida Extremadura–. Desde el Molino Paulón, arrimándome a las viñas, por aquello tan legal de dejar cien pasos al río, llegué hasta el Molino enmedio sin tocar pelo ni pluma. ¡Madre mía! Por la Chinforrera de la Segoviana tuve que abandonar el jersey porque el manolo no daba tregua. Cerca ya del molino, las oí cuchichear por seguidillas. Estaban en un taray. El color del taray, a estas alturas, es rojo como la grana. La luz retoza, cuando alborea, filtrándose entre sus tupidas ramas, y es un deleite para los sentidos… además de un privilegio para los de estos andurriales.
El caso es que, saltándome mis propias reglas, me arrimé hasta la ribera con ademanes de gato. Cuando a punto estaba de guiparlas, porque seguir seguían con su jolgorio, saltó un conejo al talud del río. Instintivamente le di al dedo y le volteé en el viso. Al alcanzar la miserable cuerda del cerro que encauza la rivera de los patos en mitad de la llanura sin fin –más conocido como Riánsares–, del conejo ni rastro, ¿se habría tirado al agua?, y la pareja de patirrojas comenzaba de nuevo por seguidillas… al otro lado del río. ¡Y el puente de Batanejos a más de un kilómetro río abajo…! ¡Serás gilipollas! Eso sí, al conejo le di. ¡Seguro!
Baldao de los cañizales, carrizales, espartales y albardiales, y los putos emparraos, le pegué un toque al Fernando y nos fuimos con los ‘bichos’ a las bocas de los areneros. ¡Arpamos un zipi zape…!
En febrero, busca la sombra el perro
¡Y una leche! ¡Pero es a últimos, que no a primeros, solía rematar mi abuela al vuelo!
Ayer finiquitamos el asunto. Por ser el último día de temporada bajó el grajo del carajo… ¡Vamos más que bajar se acurrucaba debajo de las barrillas! ¡Qué frío hacía! Se cristalizaba el vaho en los labios como rebabas y los perros… ¡de sombra nada! A más de uno vi tiritando. Pero cumplieron, y bien, como siempre.
Por San Antón, la perdiz con el perdigón…
Y un auténtico privilegio poder contemplarlo, aunque San Antón vaya pasado.
Fue al clarear, cuando llegaba con el coche hacia al lugar, en mitad de un incipiente y blanquecino sembrado, con mucha escarcha en los ralos tallos de la cebada, cuando, casi como dos sombras, dos machitos galleaban por camelar a su dama, que, concupiscente, esperaba su recompensa sin inmutarse. Tiré de freno y marcha atrás hasta distinguirlos perfectamente y me quedé tan encelado como la perdigocha. Del galleo pasaron al afilado de espolones y de ahí al revoloteo uno por encima el otro. ¡Qué empeño por abrirle, al otro, en dos la cocorota! ¡Y qué pena, y qué imbécil, el voyeur que esperaba desenlace! Pena porque apenas había una nimia claridad para poder plasmar el lance, que lo era, en imágenes, e imbécil porque, para variar… no llevaba la cámara de fotos.
En la taberna, entre los churros, las caras eran todo un poema. Pensé que era por la resaca sabadera, pero, la verdad, después de sondear las ‘correrías nocturnas’ del personal –que tiene los bolsillos llenos de telarañas– estaba muy claro el origen de sus caretos: «¡Eso es todo, amigos!» o, lo que es lo mismo, ¡hasta el año que viene… si Dios quiere!
Tiré p’a El Calaminar –antiguo asentamiento oretano del Cerro Tirez, al que acudieron los romanos para apiolarse la calamina, la mena de la que se extrae el cinc–. A la segunda vuelta bolo vi llegar al Jamín. Me hizo señas para que tirase con él en mano y con la Celta. Tiré. Total, poco había que perder. Cuando habíamos recorrido cerca de media legua, con el solano de cara helándonos el aliento, vi correr a la liebre derecha a los emparrados.
Me arreé a cortarle el paso al otro lado la viña y, cuando la estaba esperando… se desvaneció entre los sarmientos. ¡Pues se ha quedado dentro! Me recorrí la viña entera y, cuando ya tiraba la toalla, se me arrancó de los pies. ¡A güevo! ¡Pues… la falle! ¡Joder, qué cosa más torpe… y más tonta! La única oportunidad del día, ¡del último día!, y vas y la fallas. ¡En fin…!
Cabreado como una mona llamé a Jose, mi hermano. En una mancha de maleza al lado de la Laguna de Tirez, la de la saldiguera, matamos tres conejos en cinco minutos. Yo uno y él dos, claro.
Con ése me retiraba a esperar tiempos mejores. Le dejé allí, peleándose con perros, cardos, tobas y caramonos, y toqué retirada. Por este año… mi cupo de escopetero estaba cubierto.
Enfilé hacia el coche con la escopeta al hombro y soñando con reconfortarme en alma cuerpo con el mojete que ya debía de estar pergeñando el Jamín. Se me hizo largo, tardo y meditabundo, el camino de regreso. Y me pesaban las botas a pesar de que este año… el barro ni olerlo.
Dejaba atrás las últimas cepas, con el coche a tiro piedra, cuando, como una exhalación se levantó de mis pies con ese frufrú tan característico de las alas que pone el corazón a mil… La tuve al final de los cañones. Pero, antes de darle al dedo, un algo ‘un tanto misterioso’ me hizo, instintivamente, dirigir la vista hacia el reloj. ¡Eran las dos y cinco! ¡Hacía cinco minutos que se había cerrado la veda! Y ella ya lo sabía…
Vi perderse su roja silueta por el horizonte de la Peña Hueca. Parecía querer decirme adiós, o tal vez hasta pronto o, quizá, hasta nunca… Lo cierto es que me estremecí y pudo la nurria conmigo. Una sombra de duda y, quizá, de desencanto, cruzó con ella aquella línea del horizonte. Al menos vi volar una… ¡en toda la temporada!
No hay mal que cien años dure
O sí. Al menos a mí me lo parece. Es como si nos hubiese caído, o mejor nos hubiesen echado, una maldición ¿eterna…? Aunque, pensándolo bien, de maldición no tiene n’a. Aquí cada uno va a lo suyo, o vamos a lo nuestro, y al que Dios se la de… ¡Ya vale de refranero!
Lo de la perdiz… Pues eso, que lo que no pue sé no pue sé y, además, es imposible. Entre las lindes y las cunetas aradas, los emparrados, los fitosanitarios, las semillas envenenadas, las cosechas y los empacados de noche y el falso control de predadores, entre otros… pues ¡apaga y vámonos! Y lo curioso del caso es que los que motivan estas situaciones, los del agro, son los que nos destripan la faltriquera, reclamando, y cobrando, unos daños desorbitados de unos conejos que no nos dejan controlar desde las dichosas taifas… perdón, consejerías de Medio Ambiente, quería decir.
Durante el mojete, que nos devolvió a la vida, entre pases de la bota, ya se hablaba de dejar el coto y que cacen, y paguen ellos…
Lo dicho, ‘una maldición’. Claro, que, no es lo mismo llamar que salir a abrir… A la hora de la verdad habría que ver quien es el guapo que le pone el cascabel al gato.
¡Ah, y de lo del título de este entuerto ni caso! Cuando hay muchos conejos los mata cualquiera. Hasta yo que soy un manta y sólo le doy al hueco.
Por Antonio Mata