Atardecía, pero aún era temprano, el sol lo tapaban ya los edificios más cercanos y todavía me quedaban dos horas de luz para maquillar la postura y aposentar el catrecillo que haría de atril de mis posaderas en el más absoluto silencio. Sólo se escuchaba el tráfico de coches y autobuses que, de tarde en tarde, era roto por el estallido intermitente de alguna ambulancia en busca de algún roto.
La postura era un balconcillo. Ubicado en la linde de la huerta, una huerta enorme, como de una hectárea, que era circundada casi en todo su perímetro por calles ya urbanas de mi lejana Sevilla. Todas las lindes estaban cerradas menos mi frente, delante mía el terraplén del carril de acceso a la finca hacía de testero como de unos dos metros de desnivel por encima de mi postura delimitando el contorno de la huerta, ofreciéndome de izquierda a derecha una costana alfombrada de hierbas, jaramagos y malashiedras plagada de galerías por donde se arrimaba la caza. Durante un año, todas las tardes, después de mis quehaceres de estudiante, recogía la herramienta y el catrecillo y ¡hala!, a la espera.
Cazaba de vista, solamente de vista. La caza no rompía monte alguno y el ruido urbano además no me daba tregua. Giraba pendularmente mi cabeza a un lado y al otro aguardando el movimiento de las hierbas justo en el viso del terraplén, atisbo de que la caza había cruzado el carril y ya se disponía a bajar la costana culebreando por las galerías de maleza que la protegían. ¡Ahí tenía yo el lance! Buscaba el aliviadero de maleza, el pasil descubierto en su bajada e incluso esperaba a veces que llegara al ribazo del inicio de la huerta, pero nunca, nunca, dejaba que pisaran el primer surco del hortelano. En cuanto divisaba la jeta del bicho, buscaba su oreja y, casi sin adelantarle la mano, disparaba. Esta caza sólo tiene un tiro, en la cabeza, y aun así había ocasiones que entre brincos y rebrincos la caza se me iba mientras recargaba nervioso el monotiro neumático.
Lo mejor de esas tardes era el puesto, en primer lugar, por su comodidad, ya que el catrecillo hacía de butaca de patio y el arma la cruzabas entre tus piernas, de forma que sólo tenías ojos para el terraplén. Lo segundo, porque la caza, que te venía por detrás del carril, asomaba por el viso y ello te permitía prepararte y, sobre todo, adivinar las prudencias de la caza en su intento de comerse las coles del hortelano. Y eso a derechas e izquierdas, ya que a veces la caza te entraba lejana y el arma no regalaba alcances, entonces veías cómo se adentraban en los surcos a cobrarse el impuesto de una huerta en la ciudad. Esas tardes y ese balcón nunca se han perdido en mi memoria permitiéndome, además, aprender a aguantar el tiro en penumbra y dejar cumplir.
Durante ese año me fabriqué mi propio tablón de trofeos, consistente en un amplio marco de madera y corcho donde pegaba las tablillas de mis logros. Sólo hacía los machos y, en ese caso, cogía la rata y le cortaba la cabeza, la cual sumergía en una tetera eléctrica que le había agenciado a mi madre y la hervía hasta que le podía sacar los incisivos, los dos superiores y los dos inferiores, de forma que conformaba una tablilla como la de los cochinos. Bastante bonita, por cierto. En mi dormitorio compartido con el resto de hermanos, en mi rincón, allí colgaba mis aventuras de caza junto al catrecillo y la escopetina de balines.
“Pero la caza, la caza, ¡es la misma!, predador y presa, el uno con sus sentidos voraces, el otro con su instinto de defensa… Y, entre ellos, el puesto de balconcillo. Cuarenta y pico años ya”
«El puesto de balcón, padre, ¡vaya puesto de balcón he hecho», le decía a mi padre, que alguna vez se atrevió a venirse conmigo y que luego abandonaba, ¡yo creo que arrepentido del veneno que había metido en mis venas! Mi madre aguantó poco y el día que me vio preparando otro mural de tablillas, vedó el coto y me arrestó la herramienta. Pero de todo ello me quedé con muchos aprenderes y, entre ellos, el de tirar de balcón.
Hoy, cuarenta y pico años más vivido, estoy de balcón en mi ‘huerta’ extremeña y ya una primera cochina se ha quedado a mitad de la costana con un buen tiro de codillo que sólo le dejó un quejido ronco. Luego me hice con otros dos a los que dejé cumplir hasta el mismo regato que corría por debajo de mí. Los oí bañarse y corretear por el agua buscando la menos mala de su salida hacía el testero donde yo acechaba. La misma atención, los mismos temores, las mismas correrías antes de despedir su escondite hacían al igual que mis ratas. Al final, la bestia, tratando de poner distancia a la mancha, rompía su refugio y se me acercaba subiendo la solana hasta ponerse a tiro fácil. Los cochinos no brincan como las ratas al sentir la muerte, el Sako no es la balinera de plomillos y la dehesa cerrada no es el terraplén urbano de mi huerta sevillana, pero la caza, la caza, ¡es la misma!, predador y presa, el uno con sus sentidos voraces, el otro con su instinto de defensa… Y, entre ellos, el puesto de balconcillo. Cuarenta y pico años ya.
Entre mi tablero de corcho donde nadaban las tablillas de madera de balsa con los incisivos de mis machos roedores, al salón de casa donde hoy me observan cochinos, venados y demás especies cinegéticas, están retenidos en mis sentimientos lances, amigos, fincas, errores y aciertos. No hay alcayatas que fijen a éstos, pero sí aroma de edad. Edad montera que me hará valorar más cuando me toque de nuevo un puesto de balconcillo.