Ayer acudimos a la celebración de la Gala de entrega de Premios Caracola 2019 en Córdoba. Ayer cacé con mi padre…
…Ayer cacé con mi padre. Bajaba en coche con varios amigos y en mi interior llevaba semanas creciendo una inquietud agridulce de reencuentros y nostalgias.
Toda mi infancia, mi adolescencia y mi juventud hasta los veinte años la disfruté cazando en Andalucía en compañía de mi padre.
Desde las cálidas sierras de Huelva y Cádiz, hasta las frías umbrías de Sevilla y Córdoba, los apretados de Andújar y Cazorla, pasando por las pedregosas sierras de Málaga y Granada, finalizando por los secos pinares de Almería, las anduve a la sombra de mi padre, con el cobijo del mejor compañero de monte que un crío puede tener y bajo la enseñanza de un profesor de campo que debe transmitir en pocos años su conocimiento.
En esas cábalas estaba yo mientras el coche devoraba kilómetros corriendo hacia el sur.
«Hijo, caza, caza todo lo que puedas y sé leal a lo que has aprendido»
Son muchos años ya sin cazar en esas sierras andaluzas de El Pedroso, de Castilblanco y de Almadén de la Plata, muchas también los de Cazalla y Hornachuelos, los de Andújar y Cardeña.
También son ya ocho los años que han pasado cuando mi padre nos dejó subiendo solo a esos riscos imposibles de alcanzar.
Se fue con una sonrisa y con todo ordenado, a cada hijo y por separado nos dio una consigna, eran puro amor sus palabras agonizantes y en mi turno, con esa mirada desinteresada ya por la vida, me dijo, «hijo, caza, caza todo lo que puedas y se leal a lo que has aprendido».
Atravesando Despeñaperros
En ese bálsamo de sentimientos estaba cuando la conversación del coche desvió mi mente.
Estábamos atravesando Despeñaperros y la identificación de fincas conocidas arrancó una conversación de recuerdos y debates de lindes que se fueron amortiguando a medida que los olivares ganaban terreno al monte de la misma manera que acortábamos distancia con Córdoba.
Proseguí en mis mudos pensamientos y ahora, temeroso, estudiaba cómo actuar si me encontraba con esos amigos monteros de mi padre y con los que yo hacía décadas que no veía. ¿Me recordarían? ¿Serían las mismas personas que en su día aparqué? ¿Se acordarían de mi padre?…
Poco a poco la Sierra del Brillante señalaba con tesón la proximidad de nuestro encuentro y la excitación por la Gala de premios protagonizaba la animada charla en el coche.
En la Gala de las Caracolas
Llegamos por fin al Palacio de La Merced que era la sede donde se celebraba la Gala y ya nada más llegar empezamos a respirar la montería española.
Amigos por doquier, saludos y abrazos, conocidos y desconocidos que al estrechar la mano se hacían de inmediato de la familia.
Perros de rehala acollarados batían las calles de la sultana Córdoba mientras que podenqueros con sus trabucos y coletos regalaban imágenes de los años sesenta.
Yo, por dentro, avistaba por encima de los corros buscando a los amigos de mi padre. Era una lucha interior que sólo yo sabía mientras buscaba el encuentro y temía el desenlace.
Continuó la jornada según su programa y después de participar en una charla coloquio sobre la montería y el Bien de Interés Cultural, muy interesante, caminábamos por la acera del palacio hacia el salón de actos para ver el inicio de la entrega de premios, cuando por la espalda, un hombretón y yo nos cruzamos la mirada y al unísono nos hermanamos en un abrazo.
Con Rafael Cabanillas: «Coño, Ernesto, ¡cómo me acuerdo de tu padre! ¡Qué señorazo!»
Era Rafael Cabanillas, rehalero sevillano de toda la vida y buen amigo de mi padre…
–¡Coño, Navarrete… cuánto tiempo! –Aflojando el abrazo y aún con la sonrisa por el encuentro va y me dice:
–Coño, Ernesto, ¡cómo me acuerdo de tu padre! ¡Qué señorazo! –y añadió:
–Todavía recuerdo uno de tantos detalles de tu padre, era en Los Labrados, lo de Pilili Camino, cuando todavía mi padre me acompañaba con los perros y estaba ya muy comido por la enfermedad. Yo estaba con los preparos de los perros y mi padre el pobre no encontró sitio en el Landrover de la armada quedándose huérfano de transporte. En esas llegó tu padre, capitán de la montería, y con cara de pocos amigos detuvo el coche y al postor, descabalgó al primero de la puerta del vehículo y espetó: «¡Este señor es rehalero y va aquí dentro como manda Dios». Lo arregló en un suspiro, Ernesto. ¡Qué gran hombre, Ernesto! ¡Cómo me acuerdo de él!
Yo me crecí con la anécdota, que no recordaba, y continuamos la charla, así como con las presentaciones a mis amigos que no conocían a Cabanillas.
Ayer cacé con mi padre
En esas estaba cuando por dentro de mí va mi padre y me dice…
–No fue así, hijo, jajaja. Eso ocurrió en Las Francas, no en casa de Pilili y Gabriel Moreno.
Efectivamente, lo que ocurrió fue que el padre de Rafael, enfermo, se quedó educadamente a la espera de que el postor la asignara sitio en uno de los Landrover de la armada y éste no hizo bien su trabajo dejándolo sólo, pero se arregló en un pispás y allí se fue Cabanillas padre más feliz y agradecido que nadie. ¡Y su hijo más orgulloso aún! Ja, ja, ja…
Yo, enmudecido y absorto al escuchar la voz de mi padre, me quedé petrificado al igual que mis ojos se llenaron de unas lágrimas que difícilmente pude disimular.
–¿Pero, padre? ¿Estás aquí?
– Siempre, hijo. Siempre estoy. Y más en esto de la caza y la montería. ¡Ya lo tenías que saber!
–Pero, padre. ¡¡Qué alegría!! ¿Yo no estaba ese día, no? No, recuerdo la anécdota que me ha contado Rafael. Por cierto, que no lo veía desde hace más de veinte años.
–No, hijo, no. Tú ya estabas en Madrid con tus estudios y La Franca ya no la cazaste conmigo. Grandes momentos tuve con Rafael Cabanillas, era un fijo en mis monterías, serio, formal. Sabe estar en todos los ambientes y aporta alegría allá por donde pasa. Otro día en Arroyomateos, lo de Agustín Alcalá, montaron una jarana al finalizar que nos tuvieron que quitar las sillas porque si no hacemos noche. ¡Nadie quería irse!
–¿Qué buenos momentos padre da esto de la montería, verdad?
–Di que sí, hijo. ¡Por eso mismo quise enseñarte esta vida!
Con Paco Lucas: «¡Qué gran hombre tu padre! ¡Qué señorío en el campo!»
En este diálogo estaba con mi padre cuando, dentro ya del salón de actos, otro hombretón grande de alma y bajo de talla me cita…
–¡Navarrete, Navarrete…!
Era Paco Lucas, organizador de monterías y gran amigo de mi padre.
Nos fundimos también en otro abrazo sentido y tras él y aún con los brazos entrecruzados en nuestros hombros, me exclama:
–¡Cuánto tiempo, Ernesto! ¡Cuánto tiempo ha pasado, joder! ¡Cómo me acuerdo de tu padre y de ti! ¡Qué gran hombre tu padre! ¡Qué señorío en el campo!
Paco es una gran persona, muy afable y muy inteligente y trabajador. Con una sonrisa permanente y una personalidad muy atractiva que derrocha afición por todos sus poros. Yo le conocí hace ya muchísimos años cuando se iniciaba en esto de las orgánicas y ahora tiene años de experiencia y un cerro de premios en su organización.
–Hijo –me susurra mi padre–, Paco me ayudó siempre que se lo pedí. Si me faltaban perros para algún día, él me los conseguía. Si eran bestias para el acarreo también era él el que me lo resolvía. Es un hombre que conoce a toda la gente de la sierra, sean pueblos o ciudades, sean bestias o máquinas, él se conoce a todo el mundo. Gran hombre, sí señor. Hemos cazado juntos innumerables fincas señeras y de las otras.
–¿Padre, le veías ya como futuro orgánico?
–Sí, claro, él ya se había iniciado en organizador con algunos ganchos en fincas pequeñas. De ahí sacó la sabiduría en el trato con las personas y con el campo. Fíjate ahora lo que es. ¡Cómo me alegro por él!
–Por cierto, hijo, tienes a tu izquierda a Mariano Aguayo y a su mujer María Fernanda Fernández de Córdova. No dejes de saludarles.
Con Mariano Aguayo y María Fernanda, enormes figuras de la montería cordobesa
Son Mariano Aguayo y María Fernanda, su mujer, enormes figuras de la montería cordobesa, amén de académico, pintor, escritor y pensador.
Defensor incansable de la montería y del mundo del perro en la caza, ejemplo de caballerosidad y elegancia, portador de tantos conocimientos cinegéticos que bien se merece el premio que en esta Gala recibió
–Fueron muchas las tardes de verano que disfrutamos tu madre y yo con ellos y con los Sanabria. Grandes tertulias agosteñas que entre Mariano y yo se trasladaban rápidamente a asuntos venatorios. Por cierto, hijo, tenemos varios cuadros suyos.
–Sí, padre. A mí me toco uno de ellos, el de la cabeza de un podenco afilado y cárdeno. Está en casa, padre.
–Con él monteamos juntos La Aljabara de Cárdenas. ¿Te acuerdas que nos tocó un puesto muy enmontado y nada más ponernos me retiré a avisar a los vecinos y en ese trayecto me topé con un venao que estaba en su careo, quedándome con él?
–Claro que me acuerdo, padre, y que luego yo me desdoblé contigo quedándome en un regatón muy sucio y en medio de la montería se descolgó otro venao barranco abajo que te pisó el puesto, pero no lo tiraste porque me venía derecho y al llegar al mío no lo pude tirar por tener el seguro puesto y no me dio tiempo a quitárselo. ¡Claro que me acuerdo, padre, cómo si fuera ayer!
–Recuerdo tu cara de asombro y pesadumbre, hijo. Pues ese día tuvimos de vecino de postura a Mariano que iba con uno de sus hijos.
Con Alfonso Aguado Puig, sencillo, afable, honesto, generoso y entregado
–¡Padre, padre, mira quien viene a saludarme!, es Alfonso Aguado hijo. ¿Te acuerdas de él?
–Claro, hijo, pero sobre todo de su padre, Alfonso. Por aquí le veo muy a menudo.
Alfonso Aguado Puig, el hijo, es rehalero como su padre y reconozco que le tengo especial cariño y afecto por muchos motivos.
Es más joven que yo y le perdí la pista cuando me fui de Sevilla en busca de mi camino.
Le reencontré en las revistas de caza haciendo una de las miles de cosas que hace rebién, como diría el maestro Aguado, la defensa de la rehala y de la montería.
Enorme defensor de la agrupación de rehaleros, de monteros, de orgánicos, buscando una alianza que aporte inercia al colectivo en defensa de nuestros valores y de nuestra forma de entender la vida.
Es presidente de la Asociación Española de Rehalas, cargo de mucho trabajo anónimo no remunerado y de escaso relumbrón mediático.
Es un abogado sereno y firme, es una persona sencilla y afable, es un hombre honesto, generoso y entregado.
«Hijo, Alfonso padre por aquí sigue con su eterna sonrisa»
–Pues, hijo, Alfonso padre por aquí la sigue liando. Ja, ja, ja… Sigue enjuto y bajillo de talla, con su porte de Teba y sus ojos azules, sigue con su eterna sonrisa que hasta duerme con ella.
–Padre, yo no he conocido un hombre más risueño y alegre como él en esto de la montería. Un día en Casa de Gómez, lo de Manolete Camino, y antes del sorteo, se pusieron los Obelar y él a contar anécdotas y chistes de tal manera y con tanta profusión que hasta el propio dueño, Manolo, tuvo que salir de la casa y preguntar que qué cojones pasaba, que no se podía iniciar el sorteo porque media montería estaba fuera haciendo un corro de risas y carcajadas provocadas por los hermanos Obelar, Alfonso y el inefable José Luis Nimo.
–Ja, ja, ja… Ese día, hijo, dejamos de tirar dos cochinos que nos hicieron un roto al cambiarme yo de postura por querer mejorarme. El puesto estaba en la misma herida del barranco que sale por debajo de la casa. Lo corregí subiéndome un poco a la costana y así poder divisar algo de ella y, sin embargo, los dos cochinos que entraron seguidos de perros se vaciaron por el mismo cajón del barranco, casi pisando el puesto original, y solo oímos el tronchar de adelfas.
Y la Gala comenzó…
Se inició la Gala de las Caracolas y los sentimientos y la atención dejaron paso a los acontecimientos.
Se repartieron los premios, se regalaron aplausos, merecidos todos, y se culminó la ceremonia con una espléndida comida adornada de charlas monteras, risas, más obsequios y llegando finalmente el momento de las despedidas y del ojalá volvamos a vernos pronto.
Ya en el coche de vuelta, pasando de nuevo por tierras de Despeñaperros, era de noche, los compañeros de viaje también cansados volví a oír a mi padre.
El regreso: «¿Padre?… ¿Padre?…»
–Hijo, que bien lo hemos pasado hoy, ¿verdad?
–Sí, padre, fenomenal. ¡Qué alegría volver a oírte, padre! ¡Qué gozada haber podido reencontrarme con Cabanillas y con Paco Lucas! Hacía un porrón de años que no los veía, padre.
–¡Te echo mucho de menos, padre! Cada vez que monteo no dejo de pensar en ti. Me acuerdo de nuestros regresos de montería, en el coche, donde ambos analizábamos la jornada, nos reíamos juntos de las bromas del día. Nos relatábamos nuestros mutuos lances y siempre, siempre nos apartábamos en varios pueblos para ver dónde poder oír misa de última hora, entrando en la iglesia con unas pintas de temer, ja, ja, ja…
–¿Pero, padre, se montea ahí donde estáis? ¿De verdad se está tan bien como nos dicen? ¿Hacéis sorteo? ¿Existen también los cierres y las traviesas? ¿Pero, padre, qué voy a hacer yo sin esto de la montería cuando me toque el turno de subir? ¿Padre, estás orgulloso de que haya seguido tus pasos en esto de la caza? ¿Cómo ves a mis hijos? ¿Crees que seguirán nuestros pasos? ¿Lo harán bien, padre?
–¿Padre?… ¿Padre?…
«Padre, qué rebién hemos cazado hoy»
Los baches de la calzada me devuelven de nuevo al mundo rural encontrándome sobre la subida que nos saca del barranco de Despeñaperros para alcanzar las llanas de Almuradiel.
En ese trayecto la oscuridad que aporta la sierra da paso a una noche abierta y estrellada. Mirando ahora ese cielo repleto de sueños y envuelto en un silencio cansino en el interior del coche, me despedí de él.
Herido por la nostalgia, pero satisfecho por el encuentro.
Me acordé de sus palabras: «Hijo, caza, caza todo lo que puedas y se leal a lo que has aprendido…».
Mirando a través de la ventana de ese cielo oscuro y estrellado le dije: «Padre, qué rebién hemos cazado hoy».