Pluma invitada

¡Con Dios, Manuel!

En recuerdo de Manuel Fernández García, “Manolillo, el de la Lila” para los amigos

De vez en cuando la vida nos da un toque de atención para que nos demos cuenta de lo que verdaderamente es importante y sepamos valorar en su justa medida aquellos otros problemas que, en realidad, bien mirados, no los son tanto.

 

El viernes pasado y de forma repentina, a pesar de que ya venía arrastrando una larga enfermedad, se nos fue ‘Manolillo, el de la Lila’ o ‘El Lila’. Manuel vivió toda su vida en la localidad onubense de Manzanilla, en la campiña, pero a un paso de la sierra, la misma sierra que anduvo desde Andújar a Portugal detrás de sus perros jabateros, de entre muchos de los cuales todos recordamos siempre al famoso Municipal.

Muchas monterías a sus espaldas, miles diría yo, Manolillo fue un hombre singular, tanto por su atuendo, como por su carácter. Haciendo gala de serrano de Huelva, no dejaba atrás sus zahonas, su pañuelo en la cabeza y una chivata, por si acaso. Hombre de pocas palabras, pero certeras, como son la gente antigua de campo. Antes no se hablaba tanto como ahora. Lo preciso y muy sentido, pero sin que se note.

En tu despedida estábamos muchos de los que sentíamos, y aún sentimos, un profundo afecto y respeto por tu persona. A otros les pilló por sorpresa tu marcha el pasado 31 de enero y no pudieron estar allí contigo, en aquella tarde tan templada en la que hasta el frío y el viento se dieron un descanso para verte ir. Hasta el aire quería despedirse de ti. Y te fuiste como si no quisieras ver el último mes de la temporada montera. Como si te hubieras querido marchar tú antes de que se acabase el ir y venir de perros. Tantos madrugones, sofocones y disgustos que nos ponen a prueba a los rehaleros, que sólo tienen como pago el reconocimiento de algún buen montero que valore una faena bonita. Ésas que sólo se ven desde los puestos, si el que lo ocupa sabe verlas y quiere fijarse.

Porque es verdad que a los aficionados se nos quiebra el alma cuando, echada la veda, vamos el primer día a la perrera y esos animales, compañeros nuestros, nos miran a los ojos pidiendo un ratito de campo. Qué pronto se enteran de que les espera una larga temporada en el corral sin oler las jaras. Este año no has querido que te diera ese pellizco el corazón. Los demás tendremos que vivir ese ritual y soportar la espera hasta la temporada siguiente a base de recuerdos, en esas reuniones nuestras en las que, como chiquillos, cada uno puja por su perro como el mejor del mundo o presume de haber hecho más monterías que nadie, sea como sea. Como si eso fuese lo más importante, cuando, en realidad, lo importante es hacer las cosas bien en esta vida, no perjudicar a nadie y dejar un buen recuerdo a los que se quedan como has hecho tú, que te has ido con la cabeza muy alta, como la llevaste toda la vida. Por algo tienes el título de Rehalero de Honor.

¡Con Dios, Manuel!

Por Alfonso Aguado

Sevilla, a 3 de febrero de 2013

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