Corría septiembre cuando, avisados por un gran amigo, mi padre y yo nos dirigíamos a su finca para intentar abatir un buen cochino que había hecho aparición en la misma, a última hora de la temporada de aguardos. Además, como ya estaba empezando la berrea, éste me aprobó, si se diese la oportunidad, abatir un buen ejemplar, siempre y cuando lo mereciese.
Al final, y como pasa siempre, la llegada la hicimos temprano, pero, entre charlas y risas, se nos echó la tarde encima, por lo que nos pusimos manos a la obra. Acerqué a mi padre a su postura, para después dejar caer el coche al arroyo y dejarlo apartado de los caños que, según me había comentado el guarda, tenía tomados como entrada el suido.
Y, así fue. Ya rondaban las ocho y media de la tarde cuando apagué el motor bajo lo que iba a ser la sombra de una vetusta encina, a los pies de una fuente que surge del propio arroyo.
Algún pajarillo volvía de sus quehaceres diarios, mientras sacaba el rifle y los pertrechos del maletero. No quería que si se rebotaba algún animalillo me cogiese desprevenido. Al cerrar el portalón del maletero y girarme, ahí quedaba el chozo,
fracturado y desvalido, donde mi abuela paterna vivió su juventud, uno afortunado, grande y hermoso, pegado a la casa del guarda y con la cercanía de la fuente. El agua, que es quien da la vida, ahora sirve de abrevadero para reses bravas y venados.
Sin más dilaciones emprendí el camino al puesto por la vereda que tantas y tantas veces habría recorrido antaño mi abuelo para visitar a su amada, camino pasaje de mil y un lances, de mil y una historias que, poco a poco, voy recordando de su boca, sentado en su silla de esparto mientras arregla los canarios.
Tranquilamente, dejaba al lado la higuera donde capturaban los pajarillos o las piedras donde se secaba la ropa, dirigiéndome al entalle donde mi abuelo se tropezó con el lobo en una noche de luna clara, ese animal mítico, ya casi legendario, que a algunos nos gustaría recuperar y que a otros no les gustaría tener… En fin, corren otros tiempos.
En el camino alguna vaca brava pastaba tranquilamente, cuando, en lo alto del morro de mi izquierda, el vuelo de unas perdices hizo tomarme un alto para averiguar la causa del mismo, ya que, por la velocidad y distancia en que yo caminaba, era totalmente imposible que se hubiesen espantado de mí.
Tras un leve respiro continué mi marcha sin localizar al causante de tal volaterío. Observaba atento el movimiento de las vacas bravas, mientras me aferraba al rifle caminando entre retamas, cuando, en el borde del cortafuegos, una zorra pequeña miraba atenta mis movimientos. Sin ánimo de espantarla, disminuí la marcha sin detenerme, continuando en el mismo sentido acercándome a ella y, de un arreón, se metió entre el alto pasto y la perdí por momentos de vista. Cuando llegaba a la altura por donde desapareció, la vi arrutada, intentando pasar desapercibida, agarbada contra un pequeño tronco seco, con el rabo semioculto entre su lomo y la madera seca, y con la cabeza girada hacia mí, mirándome como de reojo. Ante tal espectáculo me detuve, sus ojos grandes color negro azabache se hendían en mi cuerpo inundados de pánico, como intentando pasar inadvertidos entre aquel pastizal. Para no romper aquella magia, emprendí la marcha y la dejé tal y como la encontré para no entretenerme más en llegar a mi postura.
Al llegar, la piedra de balcón me esperaba como siempre, con sus retamillas recortadas por la parte delantera, para hacer más factible la visión de la plaza. Presto me encaminé a encumbrarme en ella y, una vez allí, comprobé que el aire no acompañaba para aquella postura, por lo que decidí mudarme a la parte opuesta del arroyuelo, ya que, una vez que el cochino hubiese saltado los caños, no le quedaría más remedio que tomarlo y cruzar justo por delante de mis narices.
Tras buscar brevemente un nuevo emplazamiento, una piedra plana a los pies de una encina muerta fue el lugar elegido. Apoyé el rifle en su tronco pálido para acomodar mi mochila mientras sacaba de ella la botellita del agua, fiel acompañante durante mis andanzas, la ropa de abrigo y la luz, para posteriormente acoplársela al visor, ya que hoy iba a ser una noche oscura.
Ya acomodado en mi rocosa silla, con tranquilidad fui observando el paisaje. Ya quedaba poca luz cuando mi amiga la zorra venía, sin perder puntada, justo por mi rastro. Buscándome, lentamente, se fue acercando hasta llegar a mis aposentos y, una vez allí, se quedó un momento oteándome interesadamente, para después, sin prisa alguna, saltar la pared que discurría desde mis espaldas para perderse por mi izquierda en un mar de zarzales, interrumpidos solamente justo por delante de mí, lugar que yo aprovecharía para disparar a mi esperado, cuando cruzase entre zarzal y zarzal.
La paz se apoderaba de la sierra cuando el sol ya había caído derrotado entre las cumbres de mi derecha, hacia donde no tenía más vista que los zarzales que intentaban conquistar el cielo, trepando a través de la encina en la que me encontraba.
La inquietud de las mirlas me hizo sospechar del movimiento de algún animalillo, viajando mis pensamientos hasta mi amiga, que pensaba que esta noche me la iba a dar enterita.
Cuál fue mi sorpresa cuando, por el mismo rastro mío y de la tunante zorrilla, apareció un bulto negro que ya por la cercanía de la penumbra se me antojaba difuso. Hacia él encaré el ojo que todo lo ve y apareció en la retícula un hermoso meloncillo, que trasteaba tranquilo y, tras él, otro… y otro y otro, así hasta seis, que se perdieron arroyo arriba.
El crujir de unas jaras en la fachada de enfrente me puso en alerta sobre el movimiento de algún animal de más porte, cuando, de repente, un bramido profundo atronó el entalle, y aquel canto fue rebatido instantáneamente justo por mi espalda.
Tenía varios caballeros disputándose a alguna dama. Aquel espectáculo se extendió durante más de un cuarto de hora, deleitando mis oídos, hasta que, de pronto, el rugir de la berrea atronó demasiado cerca.
Tembloroso, me levanté y giré mi cuerpo para, expectante, esperar la aparición de tan altivo y arrogante galán que, por su voz ronca, adivinaba el más viejo de los contertulios. Su proximidad me intimidaba, aun a sabiendas de que el aire viajaba a mi favor. Por fin, el estallido de los alambres y el tronar de unas piedras en el suelo me confesó su entrada a mis dominios y, tan sólo unos segundos más tarde, lo vi aparecer entre la penumbra, justo en el viso, recortando su preciosa silueta en el firmamento.
Era un venado poderoso, de cuerna robusta y bien formada. Justo le tenía centrado en el visor cuando comenzó de nuevo su canto amoroso. ¡Qué preciosos instantes!, cuánta belleza estaba guardando en mis retinas, para retenerla por siempre en mi memoria.
Es por estos momentos por los que día tras día nos aventuramos al monte, a vivir, no a matar.
Tras el ronco bramido comenzó su caminar en dirección desfavorable; ahora sí, el dedo se deslizó por la superficie del guardamontes hasta posarse en el frío acero del gatillo, el corazón seguía aumentando el ritmo, mi pulso comenzaba a zigzaguear debido al cansancio, por un segundo pensé que lo perdía. La emoción del momento hacía escuchar mi corazón en la sien, no podía esperar más o se taparía.
Así, con el sonido de su contrincante de fondo, puse punto y final a tan hidalga lucha.
El aplomo de aquel animal tan grande me dolió en las entrañas. El sonido de sus patas en su último aliento causó un estallido doloroso en mi interior. Mantuve unos segundos de silencio, para escuchar cómo se alejaban su injusto vencedor junto a sus damiselas hacia el este. El vientecillo golpeaba mi cara transportando los efluvios del venado abatido. Eché la luz y caminé hacia él, allí se encontraba, precioso, estirado con sus catorce puntas enormes; entonces, agachándome, puse mi mano en su costado y le pedí perdón por haberle robado traicioneramente la vida mientras sus sentidos estaban puestos en la lucha por el amor, amor que había traído por estos parajes a otros seres, en otros tiempos. CyS
Por Carlos Casilda
Relato clasificado en tercer lugar en el I Concurso de Relatos organizado
por el Capítulo de Castilla y Picos de Europa del Safari Club Internacional, en la feria Cinegética 2015.