Mi tercer viaje a Botswana en 2013 para cazar elefantes me tenía muy ilusionado. Desde que en 2011 se iniciaron en el país las subastas de las cuatro zonas de caza especiales, nunca había podido meter la nariz en ellas. En Ngamiland número 8 (un distrito con Maun como mayor población. Ngami es un lago al suroeste de Maun y, por tanto, al sur del Delta del Okavango, que en su totalidad se encuentra en Ngamiland) se habían conseguido, en 2011, un 104 libras (el último 100 libras de África, según mi información) y, en 2012, un 96 libras. Como anécdota, de once elefantes en cuota en NG8, un americano, que ya lleva una cantidad enorme de elefantes cazados en Botswana, ¡había comprado nueve!
A mitad de mayo se celebró la subasta de las zonas especiales, y al día siguiente, en Maun, ya estaba hablando con el adjudicatario, que tenía todos los elefantes comprometidos. Le afirmé que si tenía alguna duda en los compromisos, yo estaba dispuesto a formalizar el depósito. Llegué a Madrid y llamé a Botswana: ¡podía disponer de una licencia!, y luego me dieron la oportunidad de otra.
Viajeros sin visado
Tras varios cambios de fechas –y por el programa, primero te vas a Namibia para la cacería de rinoceronte negro–, era mejor ir solo a Maun. Teníamos por delante un condicionante: del grupo de nueve personas que venían, sólo una tenía visado de entrada.
Tovarich, el cazador, y su grupo habían volado en su avión privado hasta Namibia. Su secretaria se había desplazado a Estocolmo para poder obtener los pertinentes visados de entrada a Botswana. Clive, el operador en destino, se estaba batiendo el cobre con el alto comisionado encargado de los visados para extranjeros, pero sin resultado positivo.
Llegué solo a Maun. Me esperaba Chris con el equipo de caza, y la pregunta surge en el primer saludo: «¿Sabes algo de los clientes?». Le informo que están cazando un rinoceronte negro en Namibia (uno de los muy escasos permisos que existen en África para esta especie, adquirido hacía dos años) y esperando novedades sobre el visado.
El viaje por carretera de ida hasta NG8, es superior a las tres horas. Hacemos el trayecto entero con luz de día, hasta llegar a Okavango Safaris, una finca de caza vallada, opción de alojamiento más cercana a la zona de caza. Allí nos recibe Thys, el gerente, un poco frustrado por vernos aparecer sin los cazadores.
Las aguas del Delta
NG8 es horrible. Antes de llegar a las primeras tablas de agua del Delta, te pasas dos horas en coche desde el campamento viendo la tierra yerma, sobreexplotada por el pastoreo abusivo con infinidad de vacas, burros y caballos, perros por todos los lados, y sin fauna autóctona. Pero está lleno de palmeras a partir de la segunda quincena de julio. Las bayas de estos árboles entran en sazón, lo que atrae a cientos de elefantes, sólo machos, las matriarcas de las manadas saben que esta delicatessen es poco energética para sus crías. Es parecido a lo que pasa en Kiri a primeros de abril con los árboles marula, o en mayo en Matsebe con las sandías salvajes, y exactamente igual con Ivory Camp con el fruto de la palmera en agosto. Durante años cacé, en la apertura de la caza en Kiri, pasado Kuruxangara, en las islas cercanas a Moremi. Cada año conseguíamos el campanu, el mejor elefante de principio de temporada de Botswana.
Echamos el día entero en lo que le puse el nombre de Islas de Khamu, que es un pistero bosquimano que nos acompañaba. En la primera encontramos pronto huellas recientes y, en apenas veinte minutos, llegamos a un grupo de cinco elefantes, que no quisimos molestar. El resto fue dar vueltas. A mediodía descubrimos una cabra cazada por un leopardo y en los bancales de arena blanca destacaba el paso de un elefante inmenso de huella, tenía 25 pulgadas. A esta zona le pusimos por nombre Leopardo. Por la conexión de móvil supimos que el tema de los visados avanzaba. Muy tarde llegamos al campamento, cena, breve charla y ducha.
La siguiente jornada fue distinta, Charles nos esperaba junto con dos mokoros (embarcación que originalmente era un tronco vaciado de un árbol y hoy es de material sintético) de un llamativo color azul. No me disgusta el tono, un tanto cantoso, siempre los había visto marrones, pero es uno de los colores de mi bandera y logo, y no habrá más quejas al respecto. Surcamos las someras aguas del Delta. Patos, cercetas, garcillas, gansos egipcios y spurwings, se levantaban al paso de los mokoros impulsados por las pértigas de madera, un delicioso paseo matinal de una hora. Desembarcamos y tomamos posesión de la gran Isla de Charles, bautizada por mí en honor al pistero. Poco a poco descubrimos los elefantes, sin acercarnos para no molestarles. Vimos grandes machos y el descubrir la Isla de Charles y su potencial cinegético, me hizo ser muy optimista y enviar un mensaje a Namibia afirmando que en una sola jornada de caza podíamos conseguir dos grandes ejemplares.
Caza sin cazadores
Desde Namibia nos informan que el cazador ya tiene su rino negro y que al día siguiente aterriza en Maun.
La noche es fría y apenas puedo conciliar el sueño: ahora que tenemos a los elefantes, pero puede ser que no tengamos cazador. Lo habitual es tener cazador pero no tener los elefantes. No madrugamos, el plan es quedarme toda la mañana esperando noticias… Si no las hay a eso del mediodía tendré que empacar, comeremos algo y, a las dos de la tarde, camino de Maun para coincidir con la llegada del avión.
Con rabia ayudo a meter mi equipaje en el coche, la maleta de los rifles no la he tenido que abrir, será la primera vez que me vaya de caza en África y no haya tenido que montar las armas. A la media hora de viaje nos comunican que se han concedido los visados. Llamo a la secretaria, de guardia en Estocolmo, y la informo, pero en la Embajada en Suecia no se lo confirman. No hay nada que hacer. El Aeropuerto de Maun está vacío, sólo llegará un vuelo comercial. Preguntamos por el vuelo privado desde Namibia y nos informan de su llegada para las 18:45 horas. Voy a Air Botswana y me confirman la falta de conexión con mi vuelo a Europa para el día siguiente. Como no tengo nada que hacer empiezo a hablar con un oficial de aduanas y a contarle mi vida: que el avión que viene por un problema con el visado no se van a poder quedar, y yo sé que todos los pasajeros tienen el visado, pero como es viernes todo está cerrado, y encima el próximo lunes y martes es fiesta oficial en el país; que va a desembarcar un señor, pero otro que es muy amigo me gustaría saludarle si le dejan bajar… y le seguí contando cosas, como que me podía volver a España sin cazar, la imagen de su país, ¡vamos, que no le nombré al Quijote de casualidad! Al ver mi angustia, me dijo que intentaría todo lo que estuviera en su mano. Llegó el avión y sólo desembarcó mi amigo, el agente local y me confirmó que la secretaria había recibido la concesión de los visados en Suecia, pero no fue hasta las cinco y media de la tarde cuando se lo habían comunicado. Seguí pidiendo clemencia al aduanero y conseguí que Tovarich bajara del avión; cuando le vi, nos dimos los tres besos reglamentarios.
Empezó un tira y afloja, que duró unas cuatro horas, entre los dos que habían descendido del avión, el piloto jefe, los de aduana, la policía, los responsables de aviación civil… Como no salía nada, propusimos que todos pudieran salir a pasar la noche a un hotel y, tal vez, a la mañana siguiente nos podrían confirmar los visados: propuesta denegada. Pero se podrán quedar a dormir dentro del avión, proponemos, ¡pues tampoco! «¡Pero si no tienen fuel para irse…!», nos inventamos sobre la marcha…
Las conversaciones se realizan como en un convento de clausura, no podemos pasar a partir de una línea en el suelo, previa a una puerta de cristal medio entornada, que nos separa. Otra ronda de consultas, Tovarich vuelve a enseñar su pasaporte diplomático y una aduanera de refresco lo coge, se mete en una oficina y, de repente, ¡sale el arco iris!, ha podido conectar con el cónsul de Botswana en Estocolmo y le ha confirmado que todos tienen visados. Salgo corriendo al exterior, Chris está vigilando el coche con mi equipaje y armas, y en la puerta del minúsculo Aeropuerto de Maun, a la estrellada noche africana, lanzo un tremendo grito que me sale del alma. Chris no se lo puede creer.
«¡Vamos, Rafa!, necesitamos en el Maun Lodge seis habitaciones para esta noche, y que se quede alguien de guardia para hacernos algo de comer… Llama a la compañía de helicópteros para que tengan dos aparatos listos a primera hora de la mañana, que los pisteros con dos coches estén en el embarcadero de los mokoro para ir a la Isla de Charlie, que Clive saque la cama al game scout para que tu gente lo recoja…». El teléfono empieza a echar humo a las once de la noche. Plan para mañana a las siete: todo el equipaje en recepción para que se vaya por carretera; a las ocho tenemos la salida en dos helicópteros Robinson.
El monarca de la Isla de Charles
Todos, con la indulgencia de tiempo de cortesía, han cumplido el horario a la mañana siguiente. Al final Tovarich, la señorita y el secretario ocupan un helicóptero; el resto se quedará en Maun a la espera de nuestra vuelta del safari. Las armas –dos .470 Nitro Express y un .458 Lott de cerrojo–, en sus fundas flexibles y las mochilas de caza vienen con Chris y conmigo. Al pasar vemos el espectacular avión de Tovarich, que se detiene para dar alguna instrucción, o tal vez un poco para que, orgulloso propietario, contemplemos su enorme avión.
Los helicópteros en tándem se levantan en la clara mañana africana, a los pocos minutos estamos sobrevolando el Delta del Okavango. Hemos visto elefantes, jirafas, búfalos, ñúes, cebras, kudus, tsesebes, impalas, facocheros y lechwes rojos, pero, sobre todo, hemos admirado la maravilla del Delta desde el aire. Chris dirige al piloto y nos situamos por encima de los coches que nos esperan al lado del agua. Descendemos y, para mi enorme alegría, el game scout está presente. Falta gente, pero nos informan que Charles está en su isla con más personal y que tienen localizada a una gran manada de unos veinte machos, con dos muy buenos entre ellos.
Vacío mi mochila y se llena de botellas de agua. Entramos en los mokoros, en el mío viaja el secretario, que se mueve sin parar cámara de vídeo en mano, lo que hace oscilar la frágil embarcación, amenazando zozobrar.
Desembarcamos a las 12:00 en la isla, donde él nos está esperando con el resto del equipo. Nos informa sobre un gran elefante y otro algo más delgado, pero más largo, que supongo que fue al que tomé fotos en días pasados. Caminar por la arena dicen que es el doble de esfuerzo que andar sobre suelo duro, intentamos imponer un orden de marcha, pero la señorita y el secretario la rompen cada vez que vemos algún movimiento, los dejo por imposibles y paso a ocupar una de las plazas traseras del grupo.
A Tovarich le he pasado el cerrojo .458 Lott con mira, prefiero que los cazadores hagan un primer tiro perfecto a los elefantes, y esto se puede producir mucho mejor con un visor telescópico que con miras abiertas metálicas, que no tienen la misma precisión. Pero al llevar una cartuchera en la culata del Lott, le he puesto en la de cintura balas del .470 por si tuviera que disparar con el express.
Charles dirige el grupo con mano maestra y, después de las primeras huellas de paso en el suelo, aparecen las deposiciones frescas, y casi a renglón seguido, los elefantes. Éstos despiertan una enorme emoción entre Tovarich y su gente, por lo que les tenemos que calmar un poco su ansia. Ellos esperan ver los elefantes de modo claro, como en un zoo o un circo, pero hay que adivinarlos entre la espesura. Ya los tenemos identificados: el de mayor peso es un elefante muy alto, el más largo tiene los colmillos rectos y una estructura corporal menos fornida. Pero, para llegar a estas conclusiones, ha tenido que pasar hora y media de rebusca, hay que tener paciencia para rematar el lance. Parece que se dirigen al agua y damos un gran rodeo para ponernos delante, no lo conseguimos porque no se paran; pero, ¡oh, maravilla!, les vemos a todos, una veintena, desfilar por un llano. Tumbados todos en el suelo, las cámaras de foto y de vídeo no paran de inmortalizar el momento.
El gran grupo empieza a volver al bosque, pero el grande se retrasa, nos vamos arrastrando con el cuerpo pegado al suelo y nos metemos en el bosquete que nos separa del agua. El último rececho lo hacemos Tovarich, Chris y yo, el resto de la gran comitiva se queda a esperar acontecimientos. Como suelo hacer siempre, le quito la correa de transporte al express y se lo paso a Tovarich. Va a poder tirar muy cerca, entramos en el bosquete, el grande está paralelo a nosotros a menos de veinte metros. Un disparo lateral al agujero del oído tumba al monarca de la Isla de Charles, esperamos alguna reacción, no se produce. ¡Gracias Tovarich!, menos presupuesto mío en balas.
Elefante movido…
Han sido dos horas de emocionante lance. Miro al reloj, hace 24 horas salía sin esperanza del campamento con destino a Maun y ahora contemplo a un gran elefante caído delante mío. Levanto la vista y las manos al cielo, agradeciendo, emocionado, a los que allí arriba cuidan de mi baraka en la caza.
Apretones de mano, abrazos y los consabidos tres besos de Tovarich. Tiene 45 pulgadas al exterior y, con un grosor de 19 pulgadas en el labio, nos hacen superar las 80 libras. Todos encantados. Rápido consejo de tres entre el cazador, Chris y yo. Tenemos toda la tarde por delante. Los elefantes se habrán asustado, pero ninguno nos ha visto, sólo han oído un disparo, ha sido un lance apenas traumático. Suponemos que el grupo seguirá en la isla, pero será mejor aguardar y que se tranquilicen para reiniciar la persecución.
Iniciamos la marcha, el sol aprieta. Al poco tiempo la señorita no se encuentra bien, la marcha, la emoción, la temperatura de África… Por precaución, llevo en el bolsillo un pequeño bote energético que es un poco ‘bomba’ y te pone en marcha a los pocos minutos de su ingestión, lo llevo encima desde que en el pasado mes de abril, en Botswana, cazando elefantes, me dio una pájara. Solventada la incidencia, pero con el agua agotada, seguimos en la huella. Nos tropezamos con otros elefantes, pero no es el grupo que perseguimos. La realidad es que Charles es muy buen pistero y está llevando la cacería de modo magistral. Vueltas, revueltas, más vueltas, cuidando el aire para no espantar al grupo que perseguimos. Son las 17:00, compruebo que sólo estamos a un kilómetro de los mokoros. Si queremos ir al campamento en helicóptero deberíamos irnos, voy pensando, cuando casi me doy de frente con los elefantes.
Están inmóviles, han debido advertir algo, de ahí les viene el mosqueo. El líder del grupo no se mueve, no es grande pero es muy viejo, apenas le sobresalen del labio las dos romas puntas de marfil rotas, el rabo lo tiene cortado, la espalda hundida. A su derecha dos jóvenes machos mordisquean la vegetación, detrás, entre la espesura, se adivinan las formas corporales, veladas por la vegetación del resto.
Nos acercamos los tres portadores de armas para intentar descubrir al macho de largos colmillos rectos, lo distinguimos por la altura, lo tenemos situado y nos volvemos hacia donde está el resto de nuestra gente, para esperar. Ahora la distancia es de 75 metros, demasiado para unas miras metálicas. Le insisto a Tovarich para que coja mi rifle con visor. Los minutos pasan, la luz del día empieza a decaer, los elefantes no se mueven… El grande avanza, pero tapado por el veterano jefe. No sé si fue un cambio de viento, no creo; quizá, un movimiento brusco de algún componente del grupo, pero el caso es que el líder dio un tornillazo, dejó al descubierto el elefante grande, y le dije a Tovarich que disparara, pero Chris comentó algo que le despistó, y los elefantes se fueron sin tirar.
Aquí entran en juego mis dos teorías: la del movimiento (físico, no político) y la de la perdición (física, no religiosa) que reza así: «Elefante movido, en ese día dale por perdido». Un elefante que se aleja a la carrera despavorido y, con una marcha de ocho o diez kilómetros por hora, no se le suele echar el guante en una jornada de caza, y mucho menos si no queda tiempo.
Volver en el mokoro viendo cómo se va apagando el día en el Delta del Okavango, es un espectáculo de color… Además, con el trabajo bien rematado, vas lleno de satisfacción. Llegamos a los coches y asaltamos la comida, llevábamos más de doce horas sin comer, Chris y yo, además, sin beber… Entre todos los presentes dejamos secas las neveras de comida y de bebida.
Oeufs gelées…
En el campamento, un rápido gin&tonic, una breve cena, tiempo en el fuego y fijado el plan del día siguiente. A las 05:30 horas, diana para Chris, Charles y para mí. Al despuntar el alba nos iríamos a registrar la isla y avisaríamos con las incidencias al grueso del equipo, que nos esperaría con los coches en el embarcadero de los mokoro, y al grupo de clientes también de espera mañanera con el helicóptero listo.
No había empezado a clarear cuando ya estábamos en el pequeño helipuerto de cemento. El helicóptero estaba helado, a pesar de haber tenido una protección nocturna, y le costó un poco arrancar. Después de toser en varias ocasiones el rotor giraba con fuerza y se levantó a los cielos africanos. En los veinte minutos de vuelo, devoramos lo que veíamos desde arriba con toda la atención posible. Vimos un elefante solitario, pero sin apreciar sus colmillos. La estricta ética cinegética de Chris no permitía tener ventaja de nuestro privilegiado medio. Aunque tanto Tovarich como yo intentamos que, de modo inútil, no fuera tan inflexible, argumentó que su propia estima personal le impedía hacer trampas, ¡estos anglos y su estricto respeto por las leyes!
Despedimos al medio volante y allí nos quedamos los tres, en una mañana desapacible y ventosa. Me alegré llevar tanta ropa encima. Registramos la Isla de Charles de cabo a rabo, vimos otros elefantes y comprobamos que el grupo de nuestro amigo de ayer se había ido. Y detrás de ellos nos fuimos. A la primera de cambio tuvimos que cruzar por un brazo de agua, in medio acquae. Descálzate, pantalones cortos, botas al cuello, más ropa al cuello para que no se moje y a chapotear. A medio camino, Chris, que va delante, dice algo sobre huevos. Como no hemos desayunado esa especialidad culinaria, mucho me temo que conozco a lo que se refiere, pero espero tener suerte y conservar mi virilidad, soy más alto que él. Al final… misión imposible en una poza más profunda: oeufs gelées au milieu de l´eau, que en francés queda bastante fino. Vemos un elefante solitario, el colmillo derecho es muy bueno, pero la madre naturaleza no le dio el izquierdo, mala suerte con este monopunta. Cruzamos más agua, vemos más, pero no importantes, el grupo de la isla sigue para adelante. La mañana se echa encima, llamamos para que acerquen volando a los clientes para hacer fotos del elefante de ayer. Seguimos andando y chapoteando en el agua. Oímos llegar al pájaro alado. Estamos a unos cuatro kilómetros de distancia de ellos, según el GPS, que en tiempo andando por el agua será una hora y media. Mejor que vengan a por nosotros.
Así lo hacemos y llegamos volando, nunca mejor dicho. Tovarich nos espera ansioso, pero no le podemos dar buenas noticias… y le anunciamos que vamos a cambiar de zona. Terminamos, de forma muy precipitada para mi gusto, la sesión de fotos, dejando a los skinners y a un buen grupo de paisanos para que unos hagan su trabajo y otros aprovechen la carne. También se queda Charles con su gente para seguir pisteando al grupo de elefantes de ayer y, si hay novedades, que nos lo hagan saber por teléfono. De nuevo a volar y aterrizamos al lado de los coches. De pistero jefe, viene Khamu que es un bosquimano… altito, es bajo pero no mucho, no es un 100 % bushmen; en cambio, Charles era el típico negrazo de origen bantú, tipo negroide. Son sólo ocho kilómetros en línea recta, pero el camino enrevesado nos lleva sus buenos 45 minutos conduciendo.
Alta tensión y…
La Isla de Khamu aún no está rodeada por las aguas del río Okavango, porque todavía están llegando desde Angola las del río Cubango, por lo que el acceso es posible por tierra. Pero igual que en la Isla de Charles no había ganado, esta isla parecía un belén: no faltaban pastores, cabras, burros, vacas, caballos e, incluso, perros por todos los lados, sin estética cinegética.
A los 50 metros de bajar del Toyota, ya estábamos en una huella reciente y 300 metros más adelante un grupo de cinco sesteaba a la sombra de los árboles, dos dormían tumbados en el suelo. Se les hicieron cientos de fotografías, suficientes para entrar en el récord Guinness como el grupo de elefantes dormidos más fotografiados del mundo. Hartos de ser fotografiados, se levantaron y nos demostraron que no tenían interés cinegético.
Motorizados, nos dirigimos al norte de la isla, donde había más palmeral. Paramos al lado de una gran huella y, mientras la analizamos, una palmera se empieza a agitar como impulsada por un tsunami, sorprendiendo, por el ruido, a Tovarich, señorita y secretario. El resto sonreímos: es la mejor música que uno puede escuchar cazando elefantes.
Nos dirigimos al ruido, bosque cerrado, pero cada poco sorprendidos por la presencia del ganado o algún perro saludando moviendo el rabo. Pero los elefantes apenas se dejaban ver y, además, se movían de repente sin ser molestados; seguramente, algún pastorcillo les aireaba y con enorme estrépito realizaban una corta carrera para luego pararse. En esto estuvimos un rato. En un momento determinado, Khamu y yo vimos un colmillo largo y muy grueso, pero sin saber nada del otro lado.
Nos llama Charles y dice que tiene un buen elefante delante, de tiro, quizá el de ayer. Pedimos que envíen el helicóptero y le damos al piloto las coordenadas donde está el coche. No han pasado dos minutos cuando oímos al helicóptero que viene en nuestra dirección y cuando estamos a punto de mentar a la madre kiwi del piloto –era neozelandés–, comprobamos que lo que se nos viene encima es el helicóptero de camuflaje de Wildlife antifurtivos. Si se le ocurre aterrizar y pedirnos los papeles nos revienta lo que queda de tarde. Pero, sorprendentemente, a pesar de habernos visto armados, sigue su patrulla. Tovarich, en el almuerzo, me ha manifestado su interés por si es posible salir esa noche, e insiste en que vayamos a ver el elefante de Charles.
Estamos pensado en retirarnos, cuando un elefante viene acercándose a nosotros e indicamos a todos que se agrupen juntos detrás nuestro. Chris coge un palo. El elefante, intrigado, se para a no más de diez metros del grupo. La señorita me pone la mano sobre el brazo izquierdo y noto su agitación y nerviosismo en como me agarra. No es grande, ¡mira que si nos carga y hay que liquidarle!, sería una pena… Otro elefante, muy joven, sale de la espesura para hacer compañía a su amigo. Esto me gusta menos: los jóvenes son dados más a las locuras y yo tengo en mi palmarés que jamás me cargó un elefante macho. Dan un paso hacia nosotros, los dedos de la señorita se aferran a mi piel. Chris, en silencio, levanta la rama, yo agito los dos brazos… Los dos elefantes, lentamente y sin hacer ruido, se vuelven a integrar en la maleza. La señorita me suelta el brazo y, de forma convulsiva, hace tres veces la señal de la cruz. Curiosos estos ortodoxos, se santiguan tres veces, las mismas que te besan.
Nos vamos a buscar al helicóptero cuando el bosque empieza a temblar y los elefantes, en medio del polvo, empiezan a salir a un pequeño claro. Vemos pasar una docena. Allí está el del colmillo largo y grueso. Pero Tovarich pregunta a Chris si es mejor que el de ayer. El profesional, como casi siempre pasa, no se moja, y deja la decisión al cazador. La respuesta es ir a ver a Charles.
Tres castos besos
Salvamos un rebaño de vacas, estamos saliendo a una zona sin bosque, una palmera por aquí, otra por allí, cuando, de nuevo, otro gran arreón de monte: los elefantes están de nuevo en marcha y se acercan en nuestra dirección. Nos volvemos y contemplamos como se desplazan en paralelo, pero son más que antes y, para nuestra sorpresa, dos grandes elefantes cierran la marcha, ahora el grupo supera las veinte unidades. Y, en ese momento, al ver los grandes de retaguardia, o tal vez por lo tarde de la hora, que no nos va a dejar cumplir con la cita de Charles, es cuando Chris toma la decisión de que al elefante de colmillo largo y gordo hay que cazarle.
Nos acercamos al grupo que se desplaza lentamente, el deseado está en la mitad, se lo identificamos a Tovarich e intento pasarle el .458 Lott. La distancia es cercana a los 50 metros, mejor el visor del cerrojo que las miras abiertas del express, es mi opinión, pero sin éxito en la maniobra.
Nos paramos, el animal está claramente señalado, nos da de lado el colmillo corto, no roto, sino el de mayor desgaste.
–¡Dispara! –susurro a Tovarich.
Apunta sin disparar y el elefante, andando, se tapa detrás de un árbol, miro a Chris sin entender lo que ha ocurrido. Volvemos a repetir la maniobra y en esta ocasión se produce la detonación. Al disparo, todos los animales vuelven la grupa y, de momento, el polvo no permite ver nada, pero yo inicio una alocada carrera contra los elefantes. No es una acción pensada, es una reacción natural, que los que han cazado conmigo saben que siempre se produce cuando abato elefantes y búfalos.
El polvo se despeja un poco y deja a la vista a un elefante que, con las patas traseras dobladas, intenta inútilmente ponerse de pie. Requiero urgentemente a Tovarich para que ponga fin al drama, cosa que realiza. De nuevo hay tres besos para él y a la acción se suma la señorita. Para el secretario… un apretón de manos. Chris y yo nos damos un sincero abrazo de amigos y aún, cosa rara, tiene tiempo para bromear y decir que es un monopunta, y proponer coger el helicóptero y volver mañana tranquilamente para hacer fotos. Pero Tovarich tiene otros planes: se quiere ir cuanto antes. Recuperamos a Charles y su equipo, hacemos una rápida sesión de fotos, insatisfactoria, y sin tiempo de luz para volar se va el helicóptero al campamento.
Mido el colmillo al aire, me da 47 pulgadas exteriores de longitud, y 19,5 de circunferencia a la altura del labio, andará por las 90 libras y puede ser el mejor elefante de Botswana cazado hasta la fecha en la temporada 2013.Felicito a Tovarich y, delante de todos, le afirmo que no creo que sea posible, con el presumible cierre de Botswana, que pueda repetir en su vida este 80x2x2: conseguir en dos días dos elefantes de ochenta libras. Y mis palabras se ven recompensadas por tres castos besos. CyS