El invierno, frío y silencioso, es tiempo de limitaciones, de soledades tal vez… siempre de pensares. El frío, la nieve y el hielo, las inclemencias de la naturaleza –muy ajenas a las necesidades de las que dependemos y a los requisitos sin los que los humanos no podríamos sobrevivir– ignoran, sin darse cuenta, las limitaciones que nos hacen tan frágiles. El frío, hijo de una edad sin tiempo, eligió para vivir, un planeta, entonces cubierto de lava y fuego.
Antes que los océanos comenzasen a preparar la cuna en la que las primeras formas de vida serían, mucho antes que los helados rigores de las glaciaciones sometiesen la vida a su dictado implacable, el atávico contraste entre el fulgor incandescente del rojo abrasador, padre del fuego, y el silencio, gélido y cortante, del blanco acerado que dio su ser al frío, hablaban ya de sojuzgar el futuro de la Tierra, según el ir y venir de Hefestos y Bóreas, los que fueron, y son, dioses del fuego y del frío.
Un carnero húngaro
Bohemia, feliz y casi olvidada en el corazón de Europa, es una región de una belleza especial y un carácter peculiar, pero, por encima de todo eso, es hermosa, cuando más, en invierno.
Hacia allá, una vez más, salí desde Viena, atravesando Eslovaquia. El almuerzo, ya una costumbre, en el pequeño restaurante al que suelo ir, en la plaza de Telc, un pueblito precioso, patrimonio de la UNESCO, me sirvió para entrar en calor. De allí seguí hasta un lugar llamado Kutná Hora, donde me esperaba, a los pies de la hermosa Catedral de Santa Bárbara, una limpia y acondicionada pensión en la que dormiría durante los días de caza.
En la madrugada del siguiente día, aún lejos del alba, agarré el ‘carro’ para ir hacia el sur. Desandando parte del camino recorrido el día anterior, pusimos rumbo hacia la Bohemia meridional, a casi tres horas de viaje. Lo que parecía un cómodo desplazamiento, se complicó. Caía una tremenda nevada que, si bien no fue un gran impedimento mientras viajábamos por carretera, se convirtió en inquietud cuando abandonamos el asfalto y comenzamos a conducir por carriles invisibles bajo el manto frío de la nieve.
Iván, mi guía y conductor, no conocía demasiado bien la ruta; tampoco llevaba GPS y los teléfonos móviles perdieron la señal. El coche no era un todoterreno y la nieve no cesaba de caer, acumulando una capa de grosor considerable… y peligroso. Nos perdimos. Pasamos una y otra vez por el mismo lugar y no nos cruzábamos con nadie que nos pudiese orientar. Mi preocupación era que nos quedásemos atascados, salvando esto, sabía que antes o después encontraríamos la salida, pero si nos quedábamos atrancados… la situación podía volverse bastante desagradable.
Varios patinazos y algunas salidas de pista más tarde, un coche patrulla de la policía se cruzó con nosotros y nos dieron las instrucciones que nos sirvieron para llegar, con más de una hora y media de retraso, a nuestro destino.
Lo que quería tirar, que no cazar, por aquellos lugares, era peculiar carnero: el Racka sheep. Este curioso borrego de origen húngaro, procede de una hibridación producida en el año 1800, para conseguir buena lana, excelente leche y carne de calidad. Lo que, con posterioridad, la convirtió en especie cinegética con interés fue la exclusividad y longitud de sus torneados cuernos.
Fuimos a probar el rifle, un 7 mm –calibre que no me gusta nada–, más que suficiente para apretar un tiro al borrego, sin mayor dificultad.
Localizamos al rebaño y, después de calibrar bien, no es fácil, cuál tenía el mejor trofeo, disparé sobre el animal. Difícil no fue, para nada, ahora, ¡frío!… hacía para dar y regalar.
Unos buenos cafés con riquísimos embutidos caseros nos entonaron lo suficiente como para emprender el camino de regreso, a tiempo para poder pasear la ciudad vieja de Kutná Hora, tomar una buena cerveza checa y devorar la cena con un vino, muy rico, de la región.
Muy de mañana salimos en dirección noroeste, hacia lo que fue el gran coto de caza de la realeza asentada en Praga, hace muchos, muchos años ya; después, reserva nacional y, hoy, una de los mejores cotos privados de caza de Bohemia. Era allí donde estaban los venados ‘blancos’ que iba a intentar, esta vez sí, cazar.
Para el SCI el European White Reed Deer es una subespecie distinta del venado rojo europeo, al igual que lo es nuestro venao ibérico. Este animal, que no es albino, sino de pelo blanco natural, procede de la antigua Persia. Se introdujo en Centroeuropa hace unos tres siglos, destinado a los cotos de caza de reyes y príncipes, poblando, desde entonces, las más selectas reservas cinegéticas de la zona.
Un récord del mundo de un animal que no se puede cazar en terrenos abiertos, libres, sin mallas ni límites artificiales, no se lo encuentra uno ‘así porque sí’. Lo normal es que, dejando aparte los cercones, y éste no lo era, cuando se sospecha que un ejemplar puede llegar a alcanzar una puntuación récord, se intenta ofrecer a quien lo sepa apreciar. Es obvio que se trata de un animal de colección y que su caza no supone el reto que la gran caza lleva en su ADN, pero no deja de tratarse de un lance emocionante y, en este caso, al menos, para nada asegurado.
Silencio de hielo
Tenía un par de días, tres a lo sumo, para cazar el venao, no más, el tiempo de veda estaba al caer, si no daba con él, sería otro afortunado quien intentase, el próximo año, llevarse el trofeo.
La niebla se agarraba al suelo, densa y húmeda, dando un aspecto fantasmal al bosque de árboles centenarios por el que caminábamos en busca de los lugares de querencia del venao. La belleza, profunda y sublime, de estos bosques la creo capaz de agitar las emociones del más arisco de los mortales. Hay un silencio verde, cargado de profunda intensidad… que lo impregna todo. Hay una quietud de altiva humildad, sobrada de vida, que embelesa el espíritu del caminante. Hay algo etéreo, viejo y nuevo a una, algo tangible que se escurre, sin dejar que nos demos cuenta, por y entre los sentires de la piel, algo que te hace saber que has entrado en tu mundo, que estás cazando… Y, siempre que esto me ocurre, mis ojos se humedecen, el nudo, de esa soga gruesa que es la emoción, se enreda en mi garganta y noto que me late el corazón, porque lo que venía haciendo hasta ese momento, no era sino contraerse y dilatarse empujando la sangre, para dejarme, así, seguir viviendo.
La bruma suponía una severa limitación para nuestro campo visual, pero, por otra parte, yendo, como iba, con quien conocía las costumbres de la presa y, por tanto, el lugar en el que la probabilidad de encontrarlo era mayor, nos permitía poder acercarnos, sin ser vistos, mucho más de lo que hubiésemos podido hacer en una mañana clara.
De cualquier modo, el prado en el que se había visto el venao en los últimos días era extensísimo y desde donde nos encontrábamos –la linde en la que acababa la espesura que nos protegía para dar paso a la hierba de la pradera– nada podíamos ver. Era, pues, necesario, meternos en el prado para saber si estaba allí lo que vinimos a buscar. Así lo hicimos.
Caminábamos con cautela, mientras un sol enfermizo luchaba por cumplir con el recorrido al que las leyes de la física le tenían obligado, hasta el fin de los tiempos. A sus débiles rayos, enjutos y ateridos, les faltaba fuerza para disipar el vapor de agua densa que lo cubría todo… pero nosotros, y él, sabíamos que su anciana y milenaria determinación acabaría por empujar la claridad engendrada en su matriz hacia el interior de las tinieblas, por oscuras y espesas que estas fuesen. Y así sucedió.
Al irse retirando la niebla, parecía que con estudiada lentitud, pudimos adivinar con ayuda de los prismáticos, las figuras lejanas de unos animales paciendo. Pero, también nosotros quedábamos ahora expuestos a las miradas recelosas de todos los pobladores y visitantes del prado. Echamos cuerpo a tierra y continuamos avanzando. A los pocos minutos estábamos empapados y ateridos.
Una pequeña hondonada nos proporcionó momentánea protección, pudimos, entonces, pararnos a mirar con cierta tranquilidad, asegurarnos de que el venao que buscábamos estaba allí y reorganizar nuestra estrategia.
El guarda no terminaba de estar seguro. Yo, la verdad, no tenía una referencia cierta con la que poder comparar lo que estaba viendo… El grupo de animales estaba tranquilo, no nos habían sentido y esto nos permitía cierta tranquilidad.
El tiempo pasaba, yo me estaba quedando helado, el contacto permanente con la hierba y el rocío, helado, había entumecido mis articulaciones, sobre todo mi maltrecha rodilla derecha, y… de pronto, los ciervos comenzaron a moverse. Habían terminado su «desayuno» y, al parecer, decidieron marcharse. Nada pudimos hacer, sólo contemplar, ahora sí, como entre las cuernas que se esfumaban, se iba la que debía haber caído… Eso, al menos, es lo que me dijo el guarda, muy excitado, cuando la cosa ya no tenía remedio.
Regresamos por donde habíamos venido. Iríamos a comer algo y por la tarde lo intentaríamos de nuevo. Y lo hicimos, pero no hubo suerte. Volvimos al lugar en el que, por la mañana, lo habíamos visto irse, seguimos el rastro del grupo atravesando el prado hasta alcanzar de nuevo el bosque, donde nos fue imposible continuar. Caminamos hasta que tuvimos luz, pero, salvo algunos bonitos gamos y venados pequeños, no pudimos ver nada más, así que, después de despedirme del guarda y su hijo, que me había acompañado por la tarde, volví a la pensión para cenar y descansar.
Cómo y cuándo
Cuando, al día siguiente, comenzó a clarear, ya caminábamos por el bosque. Hoy no había niebla, la mañana se adivinaba luminosa y alegre. Repetimos la primera parte del rececho del día anterior, el guarda apostaba porque volverían a estar allí. Antes de llegar a la pradera, bordeándola, seguimos caminando por el bosque para no descubrir nuestra presencia y alcanzar una posición más cercana al lugar por el que ayer se habían ido los animales. Iván, el guarda mayor –antes de saber si el venao estaba donde él presumía–, pensaba que si no nos podíamos acercar a ellos lo suficiente como para intentar un tiro razonable, volverían a marcharse por donde lo había hecho la mañana anterior, circunstancia que me daría la opción de disparar que no tuve ayer.
Fue en vano. Entre los animales que vimos en el claro no estaba el que buscábamos. Aguardamos el tiempo que consideramos prudente, pero nos dimos cuenta que lo estábamos perdiendo.
Salimos del prado, nos metimos en el bosque y caminamos durante casi una hora. Llegamos a un claro, apareció, casi de improviso, en mitad del bosque; era mucho más pequeño que el que habíamos dejado atrás. Iván me dijo que debíamos esperar allí hasta bien entrada la mañana, preguntar por qué –aunque fuese lo primero que me vino a la mente– se me antojó absurdo. Era él quien sabía de querencias y caprichos, él quien caminaba todos los días del año por abiertos y apretados, él quien sentía como los animales que guardaba, él, en fin, quien conocía dónde estaba y lo que hacía. Yo, mientras el sentido común no me dijese lo contrario, a callar, escuchar y aprender.
Nos apostamos en la linde en la que la espesura cedía al limpio. El guarda me volvió a remarcar, lo había hecho con anterioridad varias veces, que no disparase hasta que él me indicase que podía hacerlo. Entiendo tanta precaución porque sé que hay mucho impulsivo por el mundo adelante, mucho sabelotodo, también, y sobre todo, mucho imbécil; pero una vez acordados los términos de la cacería, una vez fijados los cómos y los cuándos, me incomoda un poco bastante que se empeñen en repetir, una y otra vez, lo ya hablado, como si uno fuese idiota. Soy yo el primero que, siempre antes de salir al monte, insisto en hablar con el guarda, guía o profesional de turno, para ponernos de acuerdo en lo que cada uno debe hacer, hasta donde llega la autonomía de cada cual y, sobre todo, el orden de prioridades y la asignación de decisiones que nos corresponden. Se habla, se discute, se acuerda… ¡y ya!
Un número uno
Bueno, una vez tranquilicé al bueno de Iván, nos dispusimos al aguardo. Un rato, corto para nuestros esquemas, después, apareció un grupo de cuatro venados, en la linde opuesta a la que nos cobijaba. Eran jóvenes, tercer y cuarto año, nada de lo que buscábamos. Los animales se dirigieron a la zona en la que, bajo una sutil capa de nieve, había más cantidad de hierba. Allí anduvieron, comiendo y rezongando, jugando y amagando pelea… ¡precioso espectáculo!, aunque entrecortado por la ansiedad que me podía, interrumpido por la duda: ¿vendrá, no vendrá…? Si no lo mato hoy, sólo me queda mañana… ¡Seguro que entra!, ¿o no…? En fin, lo mismo que a todos nos ha pasado por la cabeza durante las largas horas de espera… ¡a lo que sea!
Los venados, muy poco a poco, se fueron moviendo por el claro y terminaron por irse. Un par de guarros pequeños llegaron hasta allí, hozaron y comieron y me entretuvieron también… Si no miras el reloj, cuando asumes la actitud ‘espera’, el tiempo deja de significar lo que habitualmente supone, porque deja de importar. No medimos los tiempos por minutos u horas, más bien por la luz, la temperatura, las idas y venidas de los habitantes, en este caso, del bosque, la oscuridad tal vez, no sé; lo cierto es que, cuando entramos en lo que podríamos llamar como «trance», las horas pueden parecer fugaces minutos y, por el contrario, los segundos se nos pueden antojar eternos.
Un animal, un venao, comenzó a asomar por la misma vereda por la que lo habían hecho los primeros ciervos. Casi al mismo tiempo, los dos, Iván y yo, nos echamos los prismáticos a la cara para ver de ‘quién»’se trataba. Yo vi un bonito macho, bien plantao y con unas preciosas cuernas, pero yo era la primera vez que cazaba esa especie, por lo que, a pesar de haberlos visto ayer y hacía un rato, no podía calibrar, con seguridad, si era el mismo de la mañana anterior, mejor, o un poco menos bueno, pero Iván sí podía hacerlo…
No decía nada. Por prudencia, no le pregunté… durante un tiempo; luego, viendo que continuaba sin abrir la boca y sin separar los gemelos de sus ojos, dije:
–¿Qué piensas?
–¡Mmmm…! No estoy seguro aún, pero, ¡mmm…! creo que puede ser.
–¿Que puede ser qué… el venao?
–¡Mmmm…! Sí, puede ser… Puede que sea él… Espera, ¡mmm…!, deja que me asegure…
Ya saben, estos centroeuropeos, la mayoría, parece que tiene horchata de chufa por las venas en lugar de sangre, sangre ardiente, como la que yo sentía corriendo muy, muy deprisa por las mías…
Revisé el rifle, me lo encaré, metí el animal en la mira, noté la inquietud de Iván –le repetí por enésima vez que no se preocupara, que sólo dispararía una vez él me hubiese dado su visto bueno–, probé el seguro, volví a apoyar el rifle en el suelo y volví a mirar por los prismáticos.
¡Ahhhh!, ¡bien!, vi entonces como el venao caminaba, majestuoso, sabiéndose el más fuerte, hacia el centro del claro, donde aún aguantaban los brotes más tiernos de hierba. No supe si era el récord que venía buscando, pero sí que era un fantástico ejemplar, ¡sin duda!
Mi compañero seguía sin definirse. Yo, después de haber visto lo que vi, volví a agarrar el rifle y a pensar en la posibilidad del disparo. Sin separar los gemelos de su cara, Iván, dijo:
–Es el venado –él decía venado, yo, venao–, puedes tirarlo.
–¿Seguro?, ¿sí?–, pregunté.
–Sí, puedes tirar.
En esta caso, a mí no me quedaba decisión que tomar. Si él decía que era, es que era. Así que, con tranquilidad –el disparo era fácil y el animal, tranquilo, no sospechaba nuestra presencia–, lo metí en la mira, primero, y luego coloqué la cruz del visor en el lugar que corresponde: un poco por detrás y por debajo del codillo.
Acaricio el gatillo, con suavidad, aumento la presión… muy poco a poco, hasta que el tiro me sorprende… la bala sale, llega… y, en esta ocasión, el animal cae.
Fue un bonito lance y un buen tiro. El trofeo, excepcional: medido en verde y, de nuevo 60 días después, alcanzó una puntuación de 248 6/8, lo que supone el nuevo récord del mundo del Safari Club Internacional, a más de 45 puntos del que lo fue hasta hoy.
Me fui contento y satisfecho de Bohemia. Dejé allí una experiencia más, un puñado de sensaciones únicas, como todas, y otra cacería en mi zurrón. Me traje fuerzas e ilusión para seguir amando la caza. CyS
Por Alberto Nuñez Seoane