Le recuerdo con claridad llegando a casa por el camino de barro y grava. Apareció entre esa especie de cortina que crea el orbayu, después de haberme asomado por lo menos mil veces al portal. Los pantalones de tergal grises metidos por dentro de las botas de goma de media caña, un anorak marrón dejando asomar la canana, el gorro verde de loden que guardaba en la solana y, en la mano derecha, un nudoso bastón de espinera. Al hombro, con la correa bien larga, la Víctor Sarasqueta y, en la cara, una sonrisa, para mí el mejor regalo que me podía ofrecer. «¿Papín, Papín, cazaste algo?», le apremié, agarrándole de la mano, sabedor ya de que la respuesta sería afirmativa: «Sí, fiyu, sí, una robeca», me dijo, a la vez que se agachaba un poco para mirarme más de frente, espetándome a renglón seguido: «Y métete en casa, que está lloviendo».
Algunos inviernos invitaban a los cazadores de Orlé a los cotos que ocupaban los terrenos de la entidad. Las batidas de rebeco eran entonces modalidad habitual. Se iba cubriendo la peña colocando las posturas en cada vía, en cada vallina, en cada paso natural. Los monteros arrancaban en ala para mover la caza con poco más que una palmada, un falso carraspeo, un golpe seco de vara. La caza comenzaba, entonces, a moverse, entrando a las esperas a corta distancia