Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis. (Dales, Señor, el eterno descanso, y que la luz perpetua los ilumine…)
Aparecieron los grajos en el hilo espeluchao del telégrafo con sus graznidos de angustia. Los espelitres de mal agüero transitaron por la espalda como un vía crucis negro de quebranto, que acobardaba a los pájaros inquietos y emplazaba una jaculatoria en los labios de las ancianas achacosas en sus tocas. Hacía frío y la tristeza rezumaba por las cunetas y en los lindazos. Era como un tiempo roto y perdido, incapaz de encontrar el camino de vuelta. Era un tiempo de réquiem, antesala de la muerte.
Kyrie eleison…
Señor… ¡ten piedad! Por alguna desconocida razón, la desidia y el abandono hicieron huella, marcaron, con su marca indeleble, cada uno de los pasos de retorno. Cuando, aferrados a los recuerdos, echamos la vista atrás, ya no pudimos escuchar el cuchicheo de sus cantos. Buscarlas entre las pámpanas resecas, en las espinosas barrillas o en los tochos de albardín, se tornó en ardua tarea digna de viejos titanes de otros tiempos más dichosos…
Rebuscando en la memoria las causas de la tragedia, nadie halló, entre las manos vacías, las culpas y los pecados. El yermo páramo devolvió a los más audaces las miradas y las incógnitas, frías como el relente y salobres como las lágrimas. No hubo consuelo posible a los llantos desolados que evocaban las ausencias.
Recordaban los ancianos, al rescoldo de la lumbre, en las noches del invierno, el frufrú del aleteo en voladas como el rayo, el diligente apeonar entre los surcos sembrados, y el grácil deambular de las polladas al cálido amanecer del fin de la primavera. Rebuscaban los recuerdos, por los rincones perdidos de la memoria incierta, de aquellas batallas ciegas entre los olivos, las caminatas de hielo tras las plumas coloradas y el regusto amargo y dulce del pelotazo en la hierba…
Nada queda en el barbecho de los machos orgullosos atestados de espolones, enhiestos de gallardía, defendiendo a sus polluelos…
Dies irae
Ira de Dios. Cuando se alcanzaron los límites de la desdicha, nadie escuchó los avisos que el cielo nos enviaba.
Algunos hechiceros, sabedores de los ciclos que la madre naturaleza marcaba, enviaron los avisos. Pero escribieron sus cuitas y sus miedos con renglones torcidos que a pocos gustaron y muy pronto olvidaron.
Por eso llegó la ira, llanto y crujir de los dientes, que acabó con maldiciones y pésames en el pecho. Ya no había remedio… ni vuelta atrás en el tiempo, ni presente ni futuro.
Quedó baldío el rastrojo, sin el rastro de la liebre, sin su carrera voraz que alegraba el alma inquieta. Nadie la supo encontrar en el calor del encame, en el hueco de pelambre bajo la vid protectora… Nadie más pudo ya ver su silueta fantasmal sobre el cielo del otoño bajo la luz incierta del lubricán.
Quedó yerma la besana sin la hoza del conejo, sin su quiebro retorcido escondiéndose en la hura.
No volvieron las torcaces, ni las leves tortolillas con su vuelo desbocado llenando el aire de trazos. Tampoco llegó el zorzal que buscó otros horizontes. Tan sólo reinó el silencio… y el graznido de los grajos.
Y fue el principio del fin, de un final anticipado, pero siempre previsible, aunque nunca previsor y siempre desolador… Llegó la ira de Dios y el horror por los pecados purgados con el silencio… y la desidia y la muerte.
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, dona eis requiem…
Cordero de Dios, que quitáis el pecado del mundo, dales el descanso… a la hermosa patirroja que pobló nuestros campos y montes, que alegró nuestros cielos, ahora hueros, con el frufrú de sus alas, que alegró nuestros oídos con sus cuchicheos, titeos, ajeos, aguileos, guteos o piñoneos… que dio luz a nuestros ojos con la hermosa estampa de su plumaje colorido, que dio vida a nuestras vidas en las heladas del gélido invierno tras sus apeonadas y sus destellantes vuelos. Dale, Señor, el descanso eterno… y guárdala, por siempre, entre nuestros más hermosos recuerdos.
Y a la ágil liebre, al astuto conejo, a la preciosa y volandera, enamorada, tórtolilla, a la incansable torcaz y el tenaz zorzal, acógelos, Señor, e
ntre tus brazos eternos, y dales el amor y el cuidado que nosotros, imbéciles y orgullosos humanos, nunca supimos darles, o si supimos no lo hicimos cegados por nuestra propia soberbia…
Requiescat in pace
Descanse en paz… lo que una vez diera en llamarse caza menor, borrada de la faz de la tierra por la desidia, la avaricia, la indolencia, el abandono, la maldad, la envidia, el ansia, el desprecio y, sobre todo, la dejadez de responsabilidad de los que la tienen y no saben, o no quieren, ejercerla. RIP. CyS
A. Mata
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